Mi destino se había cumplido: había servido
a los Reyes Sacerdotes; un mundo se había modificado. No me necesitaban más y
me enviaron de vuelta. Quizá los Reyes Sacerdotes de Gor me consideraran
peligroso, tal vez se dieran cuenta que yo no los adoraba, quizá también
envidiaran mi amor por Talena.
Gracias a mi intervención, los ejércitos
vencidos de Pa-Kur fueron tratados con mucha benevolencia. Se devolvieron las
Piedras del Hogar de las Doce Ciudades Sometidas y se les permitió regresar a
su patria a los guerreros de esas ciudades. La mayor parte de los mercenarios
fueron retenidos durante un año como esclavos, y debieron rellenar los grandes
fosos y túneles sitiadores y reparar los muros de Ar. Los oficiales de Pa-Kur
no fueron empalados sino tratados como simples soldados. Los miembros de la Casta de los Asesinos
tuvieron que trabajar como esclavos en las galeras. Extrañamente no pudo
encontrarse el cuerpo de Pa-Kur.
Marlenus se sometió al Consejo de las
Castas Elevadas de su ciudad. Si bien fue revocada la sentencia de muerte
decretada por los Iniciados, fue desterrado de su ciudad por temor a su
ambición de poder. Con unos cincuenta hombres leales a él se retiró a la Cordillera Voltai ,
desde donde puede divisar las lejanas torres de su ciudad. Allí probablemente
reine aún hoy, un larl entre los hombres, un rey expulsado, para sus seguidores
el Ubar por excelencia.
Las Ciudades Libres de Gor nombraron a
Kazrak, mi hermano de espada, Administrador provisional de Ar, una decisión que
más tarde fue ratificada por el Consejo Superior.
Cuando Talena y yo regresamos a Ko-ro-ba,
se realizó allí una gran fiesta para celebrar nuestra unión como Compañeros
Libres. Se declaró un día festivo y la ciudad entera lo celebró. Hasta Torm, el
viejo Escriba, me dio la alegría de dejar de lado sus pergaminos para compartir
mi felicidad.
Aquel día Talena y yo nos juramos fidelidad
eterna. He tratado de cumplir esta promesa y sé que ella también lo ha hecho.
Esa noche maravillosa estuvo colmada de flores, antorchas y vino Ka-la-na, y
después de las dulces horas del amor nos dormimos tiernamente abrazados.
Habrá sido unas semanas más tarde cuando
volví a despertar con una sensación de frío y rigidez en las montañas de New
Hampshire, cerca de la meseta donde había aterrizado la aeronave plateada.
Vestía la misma ropa de excursión que había llevado en aquella oportunidad;
ahora me parecía tosca y estrecha. Los hombres mueren, pero no por el corazón destrozado,
porque si eso fuera cierto yo hace tiempo que estaría muerto. Dudé que
estuviera en mi sano juicio; tenía el temor de que todo lo ocurrido no fuera
más que un sueño terrible. Estaba solo en medio de las montañas, sentado, con
la cabeza apoyada en las manos.
Me levanté con el corazón oprimido.
Entonces vi, junto a mi bota en el pasto, un pequeño objeto redondo.
Caí de rodillas, lo tomé en la mano y las
lágrimas rodaron por mi rostro; mi corazón experimentó la alegría más triste
que un hombre puede conocer. En mi mano sostenía el anillo de metal rojo, que
llevaba el sello de Cabot, el regalo de mi padre. Me corté la mano con el
anillo y reí de alegría cuando sentí el dolor y vi la sangre. El anillo era
realidad y yo estaba despierto, y existía una Contratierra y una muchacha
llamada Talena.
Cuando regresé a la ciudad comprobé que
había estado fuera durante siete meses. No me deparó mayores dificultades
simular una amnesia y ¿qué otra explicación habría podido dar sobre el tiempo
transcurrido? Pasé algunos días bajo observación en un hospital y luego fui
dado de alta. Decidí que al menos provisionalmente me mudaría a Nueva York.
Mientras tanto, mi puesto en el college había sido ocupado. Además no sentí
deseos de regresar; hubiera tenido que explicar demasiado.
Le mandé a mi amigo en el college un cheque
en pago por su equipo para acampar que había sido destruido por la carta azul.
Tuvo la amabilidad de ocuparse de que enviaran a la nueva dirección mis libros
y otros objetos de mi propiedad. Al transferir mi cuenta bancaria, comprobé con
sorpresa que habían aumentado considerablemente los fondos de mi Caja de
Ahorros. Desde mi regreso de la
Contratierra no he tenido pues necesidad de trabajar. He
aceptado algún puesto ocasionalmente, pero sólo trabajos que me gustaban y que
en cualquier momento podía dejar. Me dediqué a viajar, leo mucho y me mantengo
en forma. Hasta he llegado a ingresar en un club de esgrima para mantener
alerta mi ojo y fuerte mi brazo. A pesar de que la hoja diminuta, en comparación
con la espada goreana, apenas se siente en la mano.
Han pasado seis años desde que regresé de la Contratierra ,
mientras tanto parece que no envejezco exteriormente. He estado pensando sobre
esto y lo he relacionado con la misteriosa carta de mi padre que llevaba fecha
del siglo diecisiete. Quizá los sueros de la Casta de los Médicos tienen algo que ver al
respecto, no lo sé.
Dos o tres veces al año regreso a las
montañas de New Hampshire para contemplar la gran roca chata y pasar una noche
allí, y para tratar de divisar, quizás, el disco plateado en el cielo, en el
caso de que los Reyes Sacerdotes quieran volver a llamarme a su mundo. Pero si
esto ocurre, lo harán conscientes de que yo no estoy dispuesto a ser una simple
pieza de su gran juego, ¿Quién o qué son los Reyes Sacerdotes para determinar
de tal modo la vida de otros, para dominar un planeta, infundir terror a las
ciudades de un mundo, condenar a hombres a la muerte llameante y separar a
quienes se aman? No importa cuán tremendo sea su poder, alguien tiene que
desafiarlos. Si vuelvo a contemplar alguna vez los verdes campos de Gor, sé que
trataré de resolver el enigma de los Reyes Sacerdotes. Me internaré en las
Montañas Sardar y me enfrentaré con ellos, quienesquiera que sean.