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Como si repentinamente las piezas de un
rompecabezas encajaran, empecé a ver claro. Marlenus, por algún camino, había
entrado en la ciudad. Durante días había meditado acerca de esto, y ahora la
solución parecía estar a la vista.
¡Los harapos de los leprosos! ¡Las cuevas
de Dar-Kosis detrás de la ciudad! Una de esas cuevas debía de ser una pista
falsa, debía de ocultar un acceso subterráneo a la ciudad. Probablemente, hacía
años, el astuto Ubar se había preparado esa posibilidad de fuga. Tenía que
encontrar la cueva y el túnel y, de alguna manera, unirme a Marlenus.
Pero antes tenía que resolver otro asunto.
Dejé que mi animal volara en línea recta hacia los muros de la ciudad. Apenas
un minuto más tarde me encontraba, montado sobre mi tarn, encima del muro interior
en la proximidad de la gran puerta. Los soldados se dispersaron frenéticamente
cuando aterricé con mi tarn. Nadie se atrevió a atacarme. Yo llevaba el
uniforme de un guerrero de la
Casta de los Asesinos y, en el lado izquierdo de mi casco,
resplandecía la franja dorada de mensajero.
Sin descender, pedí hablar con el oficial
al mando. Un hombre canoso se acercó cabizbajo; no le alegraba ser llamado por
un enemigo de la ciudad.
—¡Pa-Kur se acerca a la ciudad! —exclamé.
Ar le pertenece.
Los hombres callaron.
—Le dais la bienvenida —dije
despectivamente— abriéndole la gran puerta, pero no habéis retirado las redes
de tarn. Bajadlas de inmediato para que sus tarnsmanes puedan entrar sin
tropiezos en la ciudad.
—Eso no figuraba entre las condiciones de
capitulación —dijo el oficial.
—Ar ha caído —dije— Obedece la palabra de
Pa-Kur.
—Bien —dijo el oficial, y se volvió hacia
un subordinado— Baja la red.
La orden recorrió el muro de boca en boca,
de torre en torre. Poco después se ponían en movimiento los grandes
cabrestantes, y metro tras metro fue descendiendo la espantosa red. En cuanto
cayó al suelo, fue desmontada y enrollada. Por supuesto que a mí no me
interesaba facilitarles el acceso a los tarnsmanes de Pa-Kur, que por lo que yo
sabía ni siquiera se contaban entre las tropas de ocupación, sino que quería
que el cielo sobre la ciudad estuviera libre para que yo y otros tuviéramos
posibilidad de huir.
Seguí hablando con tono arrogante: —Pa-Kur
desearía saber si el ex Ubar Marlenus vive aún.
—Sí —dijo el oficial—, en el cilindro
central.
—¿Está preso?
—Como si lo estuviera.
—Procurad que no huya.
—No huirá —dijo el hombre— Cincuenta
guardias se ocupan de ello.
—¿Y qué pasará ahora con el techo del
cilindro? —pregunté—. Las redes de tarn han sido bajadas.
—No creo que Marlenus pueda volar
—respondió el oficial.
—¿Adónde llevará Pa-Kur a la hija del ex
Ubar, dónde será ejecutada?
El oficial señaló un cilindro lejano: —En
el Cilindro de la
Justicia. La ejecución se realizará lo antes posible.
El cilindro era blanco, un color que en Gor
es símbolo de imparcialidad. El color también indicaba que la justicia
practicada en esa torre era la justicia de los Iniciados.
En Gor existen dos sistemas de derecho, el
de la ciudad, bajo la jurisdicción de un Administrador o Ubar, y el de los
Iniciados, bajo la jurisdicción del Iniciado Supremo de cada ciudad. La
división corresponde aproximadamente a la que existe en nuestro mundo entre
derecho civil y canónico.
Advertí aterrorizado que sobre el techo del
Cilindro de la Justicia
relucía una lanza de casi quince metros de largo. En la distancia parecía una
aguja brillante.
Volví a remontarme a las alturas. Había
logrado eliminar las redes de tarn de la ciudad, sabia que Marlenus vivía y
controlaba una parte del cilindro central, y sabía además dónde y cuándo
tendría lugar la ejecución de Talena.
Dejé a mis espaldas los muros de Ar y, al
hacerlo, observé consternado que la procesión de Pa-Kur ya casi había llegado a
la ciudad. Vi al tharlarión que montaba Pa-Kur y, junto a él, a la muchacha
vestida de blanco.
Los tres minutos siguientes me parecieron
interminables; pero al cabo me encontré detrás del campamento de Pa-Kur y
comencé a buscar las temidas cuevas de Dar-Kosis, aquellas prisiones a las que
los leprosos podían acudir por su voluntad. Había varias de esas cuevas,
fácilmente reconocibles desde arriba, cavidades grandes, circulares, como un
pozo de agua hundido en la tierra. Al terminar mi búsqueda había encontrado
sólo una cueva no habitada por leprosos. Sin perder tiempo en reflexionar
acerca de un posible peligro de contagio, aterricé con el tarn en la cueva
abandonada.
El gigante llegó hasta el suelo rocoso;
mirando hacia arriba eché un vistazo a lo largo de las paredes artificialmente
alisadas, que de todos lados se alzaban hasta una altura de unos trescientos
metros. Hacía frío allí abajo. En el centro de la cueva había una cisterna
llena hasta la mitad de agua podrida. Por lo que podía comprobar no existía
ninguna posibilidad de abandonar la cueva de Dar-Kosis, excepto sobre el lomo
de un tarn. Si existía una salida secreta, preparada por Marlenus, al menos no
era visible. Y yo no tenía tiempo de mirar detenidamente a mi alrededor.
Descubrí algunas de las cavidades que
habían sido abiertas en las paredes rocosas de la cueva y que servían de morada
a los leprosos. Desesperado, examiné varias de esas cavidades; algunas eran
pequeñas, otras constaban de tres o cuatro cámaras conectadas entre sí.
Encontré esteras de dormir medio podridas, trozos herrumbrados de utensilios
como sartenes y ollas, pero el pasaje buscado seguía oculto.
Al abandonar unas de esas cavidades vi que
mi tarn se encontraba en el otro extremo de la cueva, con la cabeza reclinada
hacia un costado con gesto desconcertado. El ave picoteaba en una roca
aparentemente lisa, luego retiraba el pico y repetía varias veces el
movimiento. Después comenzó a moverse de aquí para allá, mientras sacudía
impacientemente las alas.
Corrí a través de la cueva hacia el lugar
donde se encontraba el tarn, y comencé a examinar detenidamente la roca. Miraba
fijamente cada centímetro cuadrado y deslizaba sobre él mis dedos. Pero no
aparecía nada, aunque por cierto flotaba en el aire un leve olor a tarn.
Durante varios minutos examiné el muro
liso, seguro de que allí se encontraba el secreto. Desesperado, retrocedí con
la esperanza de distinguir, en alguna parte, una prominencia o cavidad poco
común, donde podría encontrarse el mecanismo de apertura del túnel. Pero no
apareció ninguna palanca, manivela u otro dispositivo.
Extendí mi búsqueda y recorrí los muros de
piedra, los que empero parecían completamente intactos e impenetrables.
Con una exclamación repentina corrí hacia
donde se encontraba la cisterna poco profunda en el centro de la cueva, me
arrojé de bruces al suelo, hundí mi mano en el agua fresca y maloliente, y
palpé desesperadamente la roca.
Mis dedos apresaron una manivela, que hice
girar apresuradamente. Al mismo tiempo oí detrás de mí un ruido suave; en
alguna parte, un gran peso era levantado hidráulicamente y mantenido en
equilibrio. Ante mi desconcierto, se abrió un enorme boquete en el muro rocoso.
Un imponente trozo de roca se había deslizado hacia arriba y dejaba al
descubierto un gran túnel sombrío, rectangular, que parecía suficientemente
grande como para que en él volara un tarn. Tomé las riendas de mi animal y lo
hice pasar a través de la abertura. Detrás de ella distinguí una segunda
manivela, que hacía juego con el dispositivo de la cisterna. La hice girar y la
gran puerta se cerró detrás de mí. Pensaba guardar el mayor tiempo posible el
secreto del túnel.
Allí abajo no reinaba una oscuridad total;
el túnel estaba iluminado por focos redondos, protegidos por alambre, que
brillaban cada cien metros. Esos focos, inventados hacía aproximadamente cien
años por la Casta
de los Constructores, brindan una luz clara, suave y sólo deben ser remplazados
cada dos años.
Monté mi tarn, que evidentemente se sentía
nervioso en ese ambiente extraño. Lo acaricié y le hablé para tranquilizarlo,
aunque no logré que se calmara. Cuando tiré de la primera rienda, el animal no
reaccionó, pero al hacerlo por segunda vez alzó el vuelo y, al ascender, casi
tocó el techo y rozó los muros con las puntas de sus alas. Mi casco me protegió
del granito del techo del túnel. Por último, el tarn descendió un poco y
comenzó a volar con mayor agilidad a través del túnel; los focos brillaban a mi
paso como una cadena centelleante.
Al final de nuestro vuelo el túnel se
ensanchó, convirtiéndose en una cámara enorme, iluminada por centenares de
focos. En la cavidad se encontraba una enorme jaula de tarns que contenía unos
veinte animales gigantescos medio muertos de hambre. Levantaron la cabeza al
vernos y nos examinaron atentamente. El suelo de la jaula estaba cubierto por
los huesos y plumas de aproximadamente quince tarns. Supuse que debía de
tratarse de los animales de Marlenus y sus hombres, que se encontraban
encerrados arriba, en el cilindro central. Privados de alimentos durante
semanas, los tarns finalmente se habían abalanzado sobre sus compañeros más
débiles. El hambre los había convertido en fieras incontrolables.
Quizá yo podría servirme de esto.
De alguna manera tenía que liberar a
Marlenus. Sabia que si aparecía en el palacio, mi presencia debía resultarles inexplicable
a los guardias, y que allí no podía hacerme pasar por mensajero de Pa-Kur. De
alguna manera debía dispersar o abatir a sus guardias. De repente se me ocurrió
un plan. Sin duda me encontraba ya debajo del cilindro central, y Marlenus y
sus hombres debían de hallarse en alguna parte por encima de mí. Miré a mi
alrededor. Una ancha escalera conducía hacia una puerta que seguramente
constituía el acceso a la torre central. Satisfecho, comprobé que también era
lo suficientemente grande como para el paso de un tarn. Por suerte, una de las
puertas de la jaula de tarns se encontraba frente a la escalera.
Agarré el aguijón de tarn y desmonté. Subí
las escaleras que conducían al portón del cilindro, hice girar la manivela y,
en cuanto comenzó a moverse la pared, bajé apresuradamente la escalera, abrí la
puerta de la jaula y me refugié detrás de ella. Pocos segundos más tarde, el
primero de los enflaquecidos tarns asomó su cabeza por la puerta de la jaula.
Me miró fijamente con ojos centelleantes. Para él yo significaba alimento, algo
que podía matar y devorar. Caminó alrededor de la puerta y se dirigió hacia mí.
Golpeé al agresor con el aguijón de tarn, pero el instrumento no parecía surtir
efecto. El peligroso pico me volvía a embestir una y otra vez; el animal
levantó sus poderosas garras. El aguijón de tarn me fue arrancado de la mano.
En ese instante una gran sombra negra
terció en la lucha embistiendo con el pico y con las garras protegidas por el
acero; mi tarn negro, en unos pocos segundos, trasformó al agresor en un triste
montón de plumas. Apoyando una de sus garras sobre el enemigo vencido, mi tarn
lanzó el grito de guerra propio de su raza. Los demás tarns, que deseaban
abandonar la jaula, titubearon. Entonces advirtieron la puerta abierta que conducía
hacia el cilindro.
Entonces uno de los guardias descubrió la
misteriosa abertura que de repente había aparecido en la pared y dio la señal
de alarma. Uno de los tarns famélicos se arrojó sobre él, y el hombre gritó
aterrorizado. Un segundo tarn llegó hasta la puerta y trató de quitarle su
presa al primero. Otros hombres llegaron corriendo y de inmediato los tarns,
casi enloquecidos por el hambre, se precipitaron hacia el cilindro. Desde la
gran sala llegaron hasta mí terribles ruidos de luchas, gritos de hombres y
tarns, silbidos de flechas, golpes violentos de alas y garras.
Después de algunos minutos conduje a mi
tarn por la escalera y a través de la abertura. La gran sala, en la planta baja
del cilindro, presentaba un aspecto espantoso. Quince tarns se encontraban
posados sobre los restos de unos doce guardias. Varias aves estaban muertas;
otras, alcanzadas por flechas, se movían convulsivamente en el suelo. No se
veía un solo guardia vivo. Los supervivientes seguramente habían huido, quizá
por la ancha escalera que, por la parte interior del cilindro, conducía hacia
arriba.
Dejé mi tarn y subí los escalones con la
espada desenvainada. Al acercarme a la parte del edificio reservada para uso
particular del Ubar, distinguí a unos veinte guardias delante de una barricada
compuesta de basuras y alambre de tarn. Algunos soldados habían luchado abajo
contra los tarns; estaban bañados en sudor; sus ropas, destrozadas; sus armas,
manchadas de sangre. Me veían como al responsable del peligroso ataque. Sin preguntarme
acerca de mi identidad y sin ningún tipo de protocolo se abalanzaron sobre mí.
—¡Muere, Asesino! —gritó uno de los
hombres, y me atacó con su espada.
Logré eludirlo y hundir mi espada en su
pecho. Los otros hombres se me habían acercado. No recuerdo claramente los
siguientes minutos; los recuerdo como fragmentos de sueño inconexos, absurdos.
Los hombres me atacaron; mi espada, como guiada por el brazo de un dios, hacía
frente a sus aceros, se abría camino hacia arriba. Uno, dos, tres contrincantes
cayeron al suelo, y luego otro y otro. Yo atacaba, paraba los golpes, y volvía
a atacar, mi espada relucía y bebía sangre nueva. Me parecía como si yo me
hallara junto a mí mismo y me observara, Tarl Cabot, un simple guerrero, un
solo hombre. En ese violento delirio de la lucha me parecía también que yo era
muchos hombres a la vez, un ejército, que nadie podía hacerme frente, como si
no me combatieran a mí, sino a algo intangible y a la vez irresistible, algo
que tampoco yo podía percibir claramente, un alud, una tormenta, una fuerza de
la naturaleza, el destino de su mundo, algo a lo que no lograba dar un nombre,
pero que en aquellos instantes no se podía negar ni controlar.
De pronto me encontré solo en la escalera,
rodeado de muertos. Tomé conciencia de que sangraba por varias heridas poco
profundas.
Lentamente subí la escalera hasta alcanzar
la barricada. Grité en voz alta: —¡Marlenus, Ubar de Ar!
Con alegría escuché la voz del Ubar.
—¿Quién quiere hablar conmigo?
—¡Tarl de Bristol! —exclamé.
Silencio.
Limpié mi espada, la envainé y trepé por
encima de la barricada. Lentamente descendí del otro lado y subí los escalones
con las manos vacías; pasé la curva de la escalera y varios metros encima de mí
apareció una puerta ancha, obstruida por muebles. Detrás de ese baluarte
protector apareció el rostro macilento y la mirada siempre fogosa del Ubar
Marlenus. Me quité el casco y lo coloqué sobre la escalera. Enseguida Marlenus
se abalanzó a través de los obstáculos, como si no fueran otra cosa que leña menuda.
Nos abrazamos en silencio.
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