4-LA MISION


   Para protegerme, alcé rápidamente el brazo derecho; al hacerlo, el aguijón de tarn, que colgaba de la correa de cuero, describió una amplia curva. Lo agarré, lo usé como arma y golpeé con él el pico devorador que quería atraparme, como si yo fuera un simple comestible sobre el plato chato del techo cilíndrico. El tarn atacó dos veces y dos veces lo rechacé. Luego retiró la cabeza y abrió el pico, con el propósito de volver a atacar. En ese momento conecté el aguijón de tarn y le asesté un fuerte golpe. Las chispas saltaban como una cascada reluciente y retumbó un grito de rabia y dolor, mientras el animal aleteaba y se ponía fuera de mi alcance con un salto repentino, que casi me arrojó a las profundidades. Me apoyé sobre manos y rodillas y traté de volver a enderezarme. El tarn volaba alrededor del cilindro, profiriendo gritos penetrantes; finalmente se alejó.

     Sin reflexionar un instante, toqué el silbato. Al oír ese sonido estridente, el ave gigante pareció estremecerse en el aire, comenzó a girar, fue perdiendo altura y luego volvió a ascender. En su pecho se desataba la lucha entre su naturaleza salvaje, la llamada de las montañas lejanas y del aire libre, y el entrenamiento a que había sido sometida en su juventud.
     Con un violento grito de rabia regresó finalmente al cilindro. Recogí la breve escala, que colgaba de la silla de montar, trepé por ella, me acomodé en la silla y me ajusté el ancho cinturón púrpura que habría de protegerme de una caída.
     Al tarn se le conduce mediante una correa de cuero colocada alrededor del cuello, al que generalmente se hallan sujetas otras seis correas de cuero, que confluyen en un aro metálico en la parte anterior de la silla de montar. Las riendas se hallan teñidas de diferentes colores y terminan en aros diferentes, muy distanciados entre sí en el collar colocado en el cuello del ave. Para determinar el rumbo, se tira de la rienda cuyo extremo señala con mayor aproximación la dirección deseada. Cuando, por ejemplo, se desea perder altura o aterrizar, se utiliza la cuarta rienda, que termina inmediatamente delante del cuello del tarn. Para ponerse en movimiento, se tira de la primera rienda, que ejerce una presión sobre el aro en la parte posterior del cuello del ave.
     También se utiliza, ocasionalmente, el aguijón de tarn para conducir al animal; en este caso se toca ligeramente al ave en la dirección opuesta a la que se desea tomar, la que, al retroceder ante la barra eléctrica, seguirá adecuadamente. Este método, sin embargo, no es muy adecuado, ya que la reacción ocurre de una manera exclusivamente instintiva.
     Tiré de la primera rienda y sentí, con espanto y alegría a la vez, los fuertes aletazos del ave. Fui violentamente arrojado hacia atrás, pero el cinturón me sostuvo. Durante un instante dejé de respirar; me aferré atemorizado al aro de la silla mientras mi mano sostenía la primera rienda. El tarn continuaba ascendiendo, y fui perdiendo de vista la ciudad de los cilindros. Nunca había experimentado algo similar, y si jamás anteriormente me había sentido semejante a un dios, por cierto que lo experimenté en ese primer momento. Miré hacia abajo y distinguí a Tarl el Viejo sobre su cabalgadura, que trataba de alcanzarme.
     —¡Hola, pequeño! —gritó—. ¿Acaso pretendes llegar hasta las lunas de Gor?
     De repente me sentí mareado. A mis pies las colinas y llanuras de Gor parecían un paisaje compuesto de manchas borrosas; casi creí distinguir la curva del mundo, pero debió haber sido una ilusión de los sentidos.
     Antes de perder el conocimiento, tiré de la cuarta rienda y el tarn empezó a descender como un halcón que cae sobre su presa, con una rapidez que terminó por hacerme perder el aliento. Dejé las riendas sueltas, lo que es la señal de un vuelo constante en línea recta. El gran tarn aleteó, y empezó a volar más lentamente. Tarl el Viejo, que parecía muy contento, conducía su tarn cerca del mío. Desde él, me señaló la ciudad, que ahora se hallaba a bastantes kilómetros debajo de nosotros.
     —¡Una carrera! —exclamé.
     —¡De acuerdo! —respondió a gritos. Hizo girar a su tarn y se alejó volando. Me sentí fastidiado. Él era tan hábil en su trato con el animal, que enseguida se adelantaba y resultaba imposible alcanzarlo. Finalmente también yo logré hacer girar al animal y traté de aguijonearlo. Se me ocurrió que estas aves habrían sido entrenadas para reaccionar ante la voz humana. Entonces vociferé en goreano y en inglés: —¡Har-ta! ¡Har-ta! ¡Más rápido! ¡Más rápido!
     El tarn pareció percibir lo que yo quería. Observé en él un cambio notable. Estiró la cabeza hacia adelante; las alas de repente batían el aire como látigos, los ojos relampagueaban y cada músculo y cada hueso parecían irradiar una fuerza inusitada. Fue un vuelo vertiginoso. Al cabo de un instante apenas nos adelantamos al sorprendido Tarl, y pocos momentos después aterrizamos sobre el gran cilindro, del que habíamos partido minutos antes.
     —¡Por las barbas de los Reyes Sacerdotes! —tronó Tarl el Viejo, mientras hacía aterrizar a su ave— ¡Este tarn es increíble!
     Los tarns, dejados en libertad, volvieron por propio impulso a sus corrales, y Tarl el Viejo y yo descendimos a nuestras habitaciones. Tarl casi no cabía en sí de orgullo. —¡Qué tarn! —exclamó—. Yo te llevaba un pasang de ventaja y sin embargo me has ganado. —El pasang es una unidad de distancia en Gor, que aproximadamente equivale a un kilómetro. —¡Este tarn está hecho a tu medida!
     —Yo pensé que quería matarme —dije—. Casi tengo la impresión de que los criadores de tarns no domestican suficientemente a sus animales.
     —Estás equivocado —exclamó Tarl el Viejo—. El entrenamiento es excelente. El espíritu del tarn no debe ser quebrantado, por lo menos en el caso del tarn de combate. Está domesticado hasta tal punto que depende de la fuerza de su amo si el animal lo devora o le obedece. Tú llegarás a conocer al tuvo y él a ti. En el cielo, los dos seréis uno solo: el tarn, el cuerpo, y tú, su voluntad. Vivirás con él un armisticio continuo. Si eres débil o indefenso, te mata. Pero mientras te mantengas fuerte y te afirmes como su amo, te acata y te respeta —calló un instante—. No estábamos seguros de ti, tu padre y yo, pero hoy sé con certeza a qué atenerme. Has dominado un tarn, un tarn de combate. Por tus venas debe de correr la sangre de tu padre, que fue una vez Ubar, líder guerrero de Ko-ro-ba, la ciudad de los cilindros, y que ahora es su administrador.
     Me sentí sorprendido, pues no sabía que mi padre había sido jefe supremo de esta ciudad y que ahora se desempeñaba como su más alto funcionario civil.
     De repente algo interrumpió nuestra conversación. Delante de nuestras ventanas se oyó un aleteo; Tarl el Viejo se arrojó sobre mí y me echó al suelo. En el mismo instante el pivote de hierro de una ballesta entró silbando a través de una de las estrechas ventanas, golpeó la pared detrás de la pata de mi silla y giró por la habitación. De un vistazo logré distinguir el casco negro de un tarnsman, que ya volvía a alejarse. Se oyeron gritos, pasos apresurados. Corrí a la ventana y vi cómo numerosos pivotes de ballesta trataban de alcanzar al agresor, que ya se encontraba a casi un pasang de distancia.
     —Un miembro de la Casta de los Asesinos —dijo Tarl el Viejo—, Marlenus, que bien quisiera ser Ubar de todo Gor sabe de tu existencia.
     —¿Quién es Marlenus? —pregunté; me temblaba la voz.
     —Mañana lo sabrás —respondió Tarl el Viejo—. Y mañana te dirán también por qué te han traído a Gor.
     —¿Por qué no puedo saberlo ahora?
     —Porque el día de mañana tarda poco en llegar —me respondió.
     Lo miré fijamente: —¿Y esta noche? —pregunté.
     —Esta noche —dijo— nos emborracharemos.

     A la mañana siguiente desperté sobre la estera de dormir, en un rincón de mi habitación. Sentía frío. Tenía un terrible dolor de cabeza y la impresión de que innumerables puntas de lanza me atravesaban el cerebro. Me incorporé con dificultad, me levanté, fui a tropezones hasta la palangana que se encontraba sobre la mesa y me salpiqué el rostro con agua.
     No recordaba muy bien qué había ocurrido la noche anterior. Tarl el Viejo y yo habíamos paseado por la ciudad visitando una taberna tras otra, y todavía recordaba que yo había avanzado cantando y trastabillando por estrechos puentes sin barandillas. Tarl el Viejo también había bebido demasiado del jugo fermentado de granos; se llamaba Pagar-Sa-Tarna, deleite de la hija de la vida. Pero solía llamárselo simplemente “Paga”. No tenía la menor intención de volver a probar ese brebaje.
     Recordé asimismo a las muchachas de la última taberna, magníficas figuras en sedosos vestidos de baile, esclavas criadas para el entretenimiento, para la pasión, como si se tratara de animales. Si era cierto que existían seres esclavos o libres de nacimiento, como sostenía Tarl el Viejo, estas muchachas eran esclavas de nacimiento. Era imposible imaginarlas de otra manera, pero también ellas debían de sentir un doloroso despertar, debían esforzarse en levantarse, en asearse. En particular, recordaba a una muchacha, su cuerpo, delgado como una vara, su pelo negro enmarañado sobre los hombros oscuros, las campanillas en los tobillos, el leve tañido tras las cortinas en la alcoba. De pronto se me ocurrió pensar que hubiera deseado poseer a esa muchacha por más tiempo que esa única hora por la que había pagado. Desterré el pensamiento de mi cabeza dolorida y, precisamente cuando me estaba abotonando la túnica, Tarl el Viejo entró en la habitación.
     —Ahora iremos a la sala del Consejo —dijo.
     Lo seguí.
     La sala del Consejo es la habitación en la cual realizan sus reuniones los representantes elegidos de las castas elevadas de Ko-ro-ba. Cada ciudad tiene una habitación semejante. Esta se encontraba en el cilindro más grande, y el techo era por lo menos seis veces más alto que el de una habitación común. Los puntos de luz, que me recordaban el cielo estrellado, brillaban en el techo; las paredes estaban pintadas horizontalmente con franjas de colores, de abajo hacia arriba de color blanco, azul, amarillo, verde y rojo, de acuerdo con los colores de las castas. En cinco niveles diferentes junto a la pared, un nivel para cada una de las castas elevadas, se alzaban los bancos de piedra para los miembros del Consejo. Los bancos correspondían al color de la pared que se encontraba detrás de ellos.
     El banco más bajo, pintado de blanco, les estaba reservado a los Iniciados, los intérpretes de la voluntad de los Reyes Sacerdotes. Detrás de ellos se encontraban sentados —en este orden— los representantes de los Escribas, de los Constructores, de los Médicos y de los Guerreros.
     Comprobé que Torm no se contaba entre los representantes de los Escribas y sonreí. —Soy demasiado práctico por naturaleza —decía— como para ocuparme de los asuntos inútiles relacionados con el gobierno.
     Me llamó agradablemente la atención el hecho de que a mi propia casta, la Casta de los Guerreros, le correspondía el status más bajo; si hubiera sido por mí, los guerreros no hubieran debido pertenecer en absoluto a las castas elevadas. Por otra parte, tenía mucho que objetar al hecho de que la Casta de los Iniciados ocupara el lugar de honor, ya que éstos eran, a mi parecer, en un grado aun mayor que los soldados, miembros improductivos de la sociedad. Al menos los guerreros ofrecían su protección a la ciudad, mientras que los iniciados en todo caso se ofrecían para curar enfermedades y plagas, que, en gran medida, ellos mismos habían provocado.
     En medio de la sala circular se alzaba una especie de trono, sobre el cual se hallaba, vestido en su traje de ceremonia —una sencilla túnica marrón—, mi padre, administrador de Ko-ro-ba, anteriormente Ubar, jefe supremo de la ciudad. A sus pies tenía un casco, un escudo, una lanza y una espada.
     —Acércate, Tarl Cabot —dijo mi padre, y me encontré de pie delante de su trono y sentí fijas en mí las miradas de todos los presentes. Detrás de mí esperaba Tarl el Viejo, en quien no se advertía huella de lo acontecido la noche anterior.
     Tarl el Viejo tomó la palabra. —Yo, Tarl, luchador de espada de Ko-ro-ba, doy mi palabra de que este hombre es digno de convertirse en miembro de la Casta Elevada de los Guerreros.
     Mi padre le respondió de acuerdo con el ritual prefijado.
     —Ninguna torre en Ko-ro-ba es más fuerte que la palabra de Tarl, el luchador de espada de nuestra ciudad. Yo, Matthew Cabot de Ko-ro-ba, acepto su palabra.
     A partir del banco inferior y en forma ascendente, cada miembro del Consejo se iba poniendo de pie, daba a conocer su nombre, y declaraba que también, por su parte, aceptaba la palabra del rubio luchador de espada. Cuando todos hubieron terminado, mi padre me entregó las armas que se hallaban delante del trono. Sobre mi hombro colocó la espada de acero, sujetó el escudo redondo en mi brazo izquierdo, me puso la lanza en la mano derecha y lentamente dejó descender el casco sobre mi cabeza.
     —¿Cumplirás con el código de los Guerreros? —me preguntó.
     —Sí —dije.
     —¿Cuál es tu Piedra del Hogar?
     Sospeché cuál era la respuesta que se esperaba de mí y respondí: —Mi Piedra del Hogar es la Piedra del Hogar de Ko-ro-ba.
     —¿Y en aras de esta ciudad empeñas tu vida, tu honor y tu espada? —preguntó mi padre.
     —Sí —respondí.
     —Entonces —prosiguió y me colocó solemnemente las manos sobre los hombros—, te declaro de este modo Guerrero de Ko-ro-ba, en mi calidad de administrador de esta ciudad, en presencia del Consejo de las Castas Elevadas.
     Mi padre sonrió. Me quité el casco y me sentí muy orgulloso al escuchar el consentimiento del Consejo, la variante goreana del aplauso, que consiste en que la mano derecha golpee en rápida sucesión el hombro izquierdo. Aparte de los candidatos que debían ser admitidos en la Casta de los Guerreros, nadie podía entrar armado a la sala del Consejo. Si hubieran estado armados, mis hermanos de casta del último banco habrían manifestado su aplauso con la lanza y el escudo; en las circunstancias actuales se atuvieron a la forma generalmente aceptada de expresar el aplauso. De algún modo yo tenía la impresión de que se sentían orgullosos de mí, a pesar de que no podía imaginar el motivo. Al menos aún no había realizado nada que justificara su interés.
     Acompañando a Tarl el Viejo abandoné la sala del Consejo y entré en una pequeña sala lateral para esperar allí a mi padre. En la habitación había una mesa, sobre la que se encontraban algunos mapas. Tarl el Viejo se inclinó de inmediato sobre ellos. Me llamó a su lado, y mientras los miraba atentamente me iba señalando determinados lugares. —Y aquí —dijo finalmente y colocó el dedo sobre el papel— está la ciudad de Ar, enemiga mortal de Ko-ro-ba, la capital de Marlenus, que desea convertirse en Ubar de todo Gor.
     —¿Y esto de alguna manera se relaciona conmigo? —pregunté.
     —Sí —dijo Tarl el Viejo— Tú viajarás a Ar, robarás su Piedra del Hogar y la traerás a Ko-ro-ba.