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En mi desesperación me di cuenta de que con
mis apresuradas averiguaciones sólo había logrado un objetivo. Pa-Kur tenía que
saber ahora que alguien se interesaba desesperadamente por conocer el paradero
de la joven, por lo cual el Asesino extremaría las medidas de seguridad.
Durante esos días yo llevaba las simples vestimentas de un tarnsman; a pesar de
ello en más de una ocasión eludí a duras penas patrullas enviadas por Pa-Kur;
por lo general eran conducidas por hombres a quienes yo había interrogado.
En la carpa de Kazrak hice un triste
balance. Tenía que admitir que el Tarnsman de Marlenus había sido neutralizado
y ya no intervenía en el juego. Reflexioné acerca de la posibilidad de matar a
Pa-Kur, pero eso probablemente no me hubiera acercado a la meta anhelada.
Fueron días terribles. No recibía ninguna
noticia de Kazrak y las informaciones procedentes de la ciudad sobre la
situación de Marlenus comenzaron a ser contradictorias. De ello podría
deducirse que él y sus hombres habían sido vencidos y que la torre central se
hallaba nuevamente en poder de los Iniciados. Y si aún no había sido derrotado,
eso ocurriría en cualquier momento.
El sitio duraba ya más de cincuenta días y
el primer muro había caído en poder de las fuerzas de Pa-Kur. Era metódicamente
desmantelado en siete lugares diferentes para brindar acceso a las torres
sitiadoras que se aprestaban a atacar el segundo muro. Adicionalmente se
construían centenares de livianos “puentes voladores”; en el momento del asalto
a la ciudad éstos se tenderían entre el primero y segundo muro y así los
guerreros de Pa-Kur podrían pasar del uno al otro. Corrían rumores de que
docenas de túneles llegaban ya mucho más allá del segundo muro y podían ser
abiertos en cualquier momento en diferentes lugares de la ciudad. Ar tuvo la
desgracia de que, precisamente en esos tiempos difíciles, se encontraba
dominada por la más débil de todas las castas, la Casta de los Iniciados,
expertos únicamente en mitología y superstición. Por relatos de desertores se
sabía que detrás de los muros reinaba el hambre y que el agua escaseaba.
Algunos defensores de la ciudad abrían las arterias de los tarns y bebían su
sangre. En nuestro campamento se calculaba que la ciudad caería en días, en
horas. Pero Ar no se rendía.
Creo, en realidad, que los valientes
guerreros de Ar hubieran defendido su ciudad hasta la última gota de sangre,
pero ese no era el designio de los Iniciados. Sorprendentemente, el Iniciado
Supremo de la ciudad apareció sobre los muros. Alzó un escudo y luego lo colocó
delante de sus pies, junto con su lanza. Tal gesto, de acuerdo con las
convenciones goreanas, es el pedido de una conferencia, de un armisticio, de
una suspensión temporal de la lucha. En el caso de una capitulación, se rompen
la correa del escudo y el asta de la lanza, como señal de que el vencido se
encuentra sin armas a merced del vencedor.
Poco después Pa-Kur apareció sobre el
primer muro frente al Iniciado Supremo y realizó los mismos gestos. Esa noche
se intercambiaron mensajeros, y las condiciones de capitulación quedaron
fijadas en notas y conferencias. Al amanecer, en el campamento, se conocían las
principales condiciones. Ar había caído.
En las negociaciones, a los Iniciados les
interesó principalmente garantizar su propia seguridad e impedir, en lo
posible, la devastación de la ciudad. En consecuencia la primera condición fue
que Pa-Kur les concediera una amnistía general. Pa-Kur, de buena gana, aceptó
esa condición; una matanza indiscriminada de los Iniciados hubiera sido un mal
augurio para sus tropas, y además ellos podrían prestarle valiosos servicios en
el control de la población. Adicionalmente, los Iniciados exigían que la ciudad
sólo fuera ocupada por diez mil soldados armados; los guerreros restantes sólo
habrían de pasar desarmados las puertas de la ciudad. Seguía una cantidad de
concesiones y condiciones complicadas de menor importancia, que en su mayor
parte se relacionaban con el aprovisionamiento de la ciudad y la protección de
sus mercaderes y campesinos.
Pa-Kur, por su parte, impuso las severas
exigencias que en general son propias de un conquistador goreano. La población
debía ser completamente desarmada. Los oficiales de la Casta de los Guerreros y sus
familias, empalados; del resto de la población, sería ejecutado un hombre de
cada diez. Las mil mujeres más hermosas de la ciudad serían puestas a
disposición de Pa-Kur como esclavas de placer, para su distribución entre los
oficiales de más rango. En cuanto a las restantes mujeres libres, un treinta
por ciento, entre las más sanas y atractivas, serían repartidas entre los
soldados; el beneficio económico que eso reportaría le correspondería a Pa-Kur.
Siete mil hombres jóvenes se incorporarían a las filas de sus esclavos
sitiadores. Los niños menores de doce años serían repartidos al azar entre las
demás Ciudades Libres de Gor. Y en cuanto a los esclavos de Ar, pasarían a
poder de quienes les cambiaran el collar.
Al amanecer, una imponente procesión
abandonó el campamento de Pa-Kur y cuando llegó al puente principal, sobre el
primer foso, comenzaron a abrirse las grandes puertas de la ciudad.
Probablemente yo fuera el único en la inmensa multitud de espectadores que
sentía ganas de llorar, quizá con la excepción de Mintar. Pa-Kur cabalgaba al
frente de los diez mil hombres de las tropas de ocupación. Su cabalgadura era
un tharlarión negro, un animal poco común, adornado de joyas. Con sorpresa
advertí que la enorme procesión se detenía y ocho miembros de la Casta de los Asesinos
acercaron una litera.
Entonces presté la máxima atención. La
litera fue depositada junto al tharlarión de Pa-Kur. De ella descendió una
joven. No tenía velo, y mi corazón dio un vuelco. ¡Era Talena! Pero no llevaba
las vestiduras de una Ubara. Iba descalza y la cubría un largo manto blanco.
Con sorpresa advertí que sus muñecas estaban sujetas por esposas doradas; de
ellas pendía una cadena de oro que Pa-Kur sujeto a la silla de su tharlarión.
Al sordo ritmo de los tambores de tarn la procesión volvió a ponerse en
movimiento, y Talena avanzó con dignidad junto al tharlarión de su vencedor.
No logré disimular totalmente mi espanto
cuando un jinete montado sobre un tharlarión comentó en tono divertido: —Una de
las condiciones de la capitulación: Talena, la hija de Marlenus, será empalada.
—¿Pero por qué? —pregunté—. ¿Acaso no iba a
ser la esposa de Pa-Kur, la
Ubara de Ar?
—Cuando huyó Marlenus —contestó el jinete—
los Iniciados decidieron que todos los miembros de su familia fueran
empalados—. Sonrió agriamente: —Ahora, para no caer en descrédito ante los
ciudadanos de Ar, han exigido que Pa-Kur respete esa decisión.
—¿Y Pa-Kur ha accedido?
—Por supuesto, él acepta cualquier llave
que le abra las puertas de la ciudad.
Me sentí mareado y salí, tambaleándome, a
través de las filas de soldados que observaban la procesión. Corrí por las
calles abandonadas del campamento y busqué a ciegas el camino hasta la carpa de
Kazrak. Me arrojé sobre la bolsa de dormir y me puse a llorar.
Luego mis manos se aferraron a la tela y
sacudí violentamente la cabeza, tratando de librarme del cúmulo de sentimientos
incontrolados. La emoción de volver a ver a Talena y enterarme del destino que
le esperaba había sido demasiado para mí. Tenía que hacer un esfuerzo para
controlarme.
Finalmente me levanté con lentitud y me
puse el casco negro y el uniforme de la Casta de los Asesinos. Aflojé la espada en la
vaina, coloqué el escudo sobre mi brazo izquierdo y torné mi lanza.
Apresuradamente me dirigí hacia el gran corral de tarns a la entrada del
campamento.
Me trajeron mi tarn. Tenía un resplandor
saludable y parecía lleno de energía. Los días de descanso le habían sentado
bien; por otra parte seguramente extrañaba la inmensidad de las alturas.
Le arrojé al cuidador un discotarn de oro.
Había hecho un buen trabajo. Desconcertado, me mostró la moneda. Un discotarn
de oro equivale a una pequeña fortuna. Me instalé sobre la silla y me sujeté
con firmeza. Le dije al cuidador que se guardara el dinero, un gesto que le
alegró. Además, no esperaba vivir para gastarlo yo personalmente.
—Quizá me traiga suerte —dije. Luego tiré
de la primera rienda y dejé que el enorme animal alzara el vuelo.