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Llevamos a
nuestros tarns a una de las grandes ventanas circulares del cilindro. Monté mi
tarn y dejé que alzara el vuelo. Marlenus y sus hombres me imitaron. Un minuto
más tarde habíamos alcanzado el techo del cilindro central y Ar se hallaba a
nuestros pies.
Marlenus
estaba informado, en términos generales, de la situación política. Lanzó una
maldición cuando le informé acerca del destino que le aguardaba a su hija, pero
no parecía dispuesto a acompañarme en el ataque al Cilindro de la Justicia.
—¡Mira!
—exclamó Marlenus—. Las tropas de ocupación de Pa-Kur ya están en la ciudad.
Los hombres de Ar entregan sus armas.
—¿No
piensas salvar a tu hija? —pregunté.
—Toma
todos los hombres que quieras —dijo— pero yo tengo que luchar por mi ciudad:
mientras yo viva Ar no ha de caer.
Se acomodó
el casco sobre la cabeza y se aprestó para la lucha. Momentos después su tarn
salía volando.
Lo llamé,
pero su decisión ya estaba tomada. Iba descendiendo hacia las calles de la
ciudad para volver a movilizar a los ciudadanos de Ar, para exhortarlos a que
se liberaran del yugo traicionero de los Iniciados. Uno por uno lo seguían sus
hombres, un tarnsman detrás de otro, todos dispuestos a morir con su Ubar. Y
también yo habría volado con él, si un compromiso más elevado no hubiera
requerido mi intervención.
Me
aprestaba para la lucha. Sin grandes esperanzas conduje a mi tarn hacia el
Cilindro de la
Justicia. Mientras volaba observé, aterrado, cómo las hordas
de Pa-Kur se apretujaban sobre los puentes del primer foso. La luz del sol
brillaba sobre sus armas. Por lo que yo veía, no parecía que los vencedores
fueran a respetar las condiciones de la capitulación. Esa noche Ar estaría en llamas;
los cofres, vaciados; los hombres, apuñalados; las mujeres, en poder de
soldados ávidos de placer.
El
Cilindro de la Justicia
era de mármol blanco. Su techo, sobre el que se encontraban unas doscientas
personas, tenía un diámetro de aproximadamente cien metros. Distinguí las
vestiduras blancas de los Iniciados y los uniformes de diversos colores de los
soldados de Ar, y, como manchas negras en esa concentración, la ropa oscura de la Casta de los Asesinos. La
punta de lanza, generalmente visible en lo alto del cilindro, había sido
bajada. Cuando volviera a subir, sostendría el cuerpo de Talena.
Aterricé
con mi tarn en el centro del techo. Gritando y lanzando violentas maldiciones,
los hombres corrieron a refugiarse en un lugar seguro. En realidad, yo esperaba
que me atacaran de inmediato, pero luego caí en la cuenta de que seguía
llevando las ropas de mensajero.
Talena
yacía en el suelo, con los pies y las manos encadenados. La punta de la lanza
de ejecución se encontraba junto a ella. Cuando aterricé, también habían huido
sus dos verdugos. La joven se encontraba casi al alcance de las alas del tarn,
tan cerca y sin embargo tan alejada de mí.
—¿Qué
ocurre aquí? —exclamó una voz acostumbrada a mandar. Pa-Kur se dio la vuelta.
Lo miré y
sentí dentro de mí una furia inmensa, como de lava que pugna por salir:
—¡Hombres de Ar! —exclamé—. ¡Tened cuidado!
Con un
gesto amplio señalé las multitudes armadas que avanzaban a través del campo,
delante de los muros de la ciudad. Se oyeron gritos enfurecidos.
—¿Quién
eres tú? —exclamó Pa-Kur, y desenvainó su espada.
Me quité
el casco: —Soy Tarl de Bristol —contesté.
El grito
de sorpresa y de alegría que lanzó Talena me tranquilizó indescriptiblemente.
—¡Empaladla!
—gritó Pa-Kur.
En el
momento en que avanzaban los dos robustos verdugos tomé mi lanza y la arrojé
con una fuerza que a mí mismo me pareció increíble. La lanza cruzó el aire como
un rayo, se incrustó en el pecho de uno de los verdugos, traspasó su cuerpo y
se clavó en el corazón del otro.
Un
silencio aterrorizado se apoderó de todos.
Desde
abajo sonaban gritos débiles. Comenzó a olerse a quemado. Se oía estrépito de
armas.
—¡Hombres
de Ar! —exclamé— ¡Escuchad! ¡Marlenus, vuestro Ubar, está preparado para la
lucha por la libertad de Ar!
Los
hombres de la ciudad se miraron entre sí.
—¿Queréis
entregar vuestra ciudad? ¿Dejar a merced de los Asesinos vuestra vida y
vuestras mujeres? —pregunté.
—¡Mueran
los Iniciados! —exclamó un hombre y desenvainó su espada.
—¡Mueran
los Asesinos! —dijo otro.
Los Iniciados
retrocedieron aterrorizados. Como por arte de magia los hombres de la ciudad se
iban separando de los otros guerreros. Desenvainaron sus espadas; pronto
comenzó la lucha.
—¡Alto!
—tronó una voz solemne y sonora. Todos se dieron la vuelta. El Iniciado Supremo
de Ar avanzó majestuosamente entre los demás hombres. Era un hombre de rostro
demacrado, increíblemente alto, de mejillas hundidas y bien afeitadas y
ardientes ojos proféticos. —¿Quién pone en duda aquí la voluntad de los Reyes
Sacerdotes? —preguntó.
Nadie
respondió. Los hombres retrocedieron asustados, también Pa-Kur parecía
intimidado. El poder espiritual de ese hombre flotaba en el aire en forma casi
visible.
Si es la
voluntad de los Reyes Sacerdotes —dije— provocar la muerte de una joven inocente,
entonces yo me opongo a esa voluntad.
Tales
palabras aún no habían sido nunca pronunciadas en Gor.
Sobre el
cilindro reinaba un silencio absoluto. El Iniciado Supremo se volvió hacia mí y
alzó un largo dedo esquelético.
—¡Muere
por la muerte llameante! —dijo.
Mi padre y
Tarl el Viejo me habían hablado de esa muerte, del destino legendario que
aguardaba a todos los que se oponen a la voluntad de los Reyes Sacerdotes. Yo
sabía muy poco acerca de los misteriosos Reyes Sacerdotes, pero creía que debían
existir, ya que había sido traído a Gor mediante una tecnología avanzada. Por
cierto que no los consideraba dioses, suponía más bien que eran seres vivos
normales, bien informados acerca de los acontecimientos de este mundo y que de
tiempo en tiempo les manifestaban su voluntad a los goreanos.
Esperé
montado sobre el lomo de mi tarn.
—¡Muere
por la muerte llameante! —repitió el anciano pero su voz se había vuelto
insegura, su gesto tenía algo de patético.
—Quizá
ningún hombre pueda conocer la voluntad de los Reyes Sacerdotes —dije.
—¡Yo
dispuse la muerte de la joven! —gritó el anciano con vehemencia— ¡Matadla!
—gritó a los que lo rodeaban.
Nadie se
movió. Antes que alguno de los presentes pudiera detenerlo, le arrancó la
espada a un Asesino, la cogió con ambas manos y se arrojó hacia donde se
encontraba Talena. Temblaba histéricamente, sus ojos parecían los de un loco,
su boca se contraía convulsivamente, su fe en los Reyes Sacerdotes había sido
destruida. El anciano se preparó para el golpe que debía matar a la joven. Pero
en ese instante se vio envuelto en un resplandor azulado, y ante el terror de
todos, parecía que iba a explotar echando chispas como una bomba viviente. La
masa en llamas, que una vez había sido un ser humano, no emitió ningún sonido;
segundos después todo había concluido y un soplo de viento dispersó algunas
partículas de ceniza por el techo.
Pa-Kur
dijo con voz excesivamente tranquila: —La espada decidirá.
De
inmediato me deslicé de la silla de mi tarn y desenvainé mi espada. Por lo que
se decía, Pa-Kur era la mejor espada de Gor.
Momentos
después se desencadenó una lucha violenta entre los Asesinos de Pa-Kur y los
hombres de la ciudad, que respondieron con violencia al ataque repentino. Eran
una minoría absoluta, pero yo estaba seguro de que sabrían defenderse.
Pa-Kur se
aproximó precavidamente; confiaba en su destreza superior; sin embargo no
quería arriesgarse.
Nuestras
espadas se encontraban casi encima del cuerpo de Talena. Las puntas de las
hojas se tocaron brevemente, una vez, dos veces. Pa-Kur hizo una finta, sin
exponerse, sus ojos parecían observar mi hombro, registrando cómo paraba su
golpe. Una vez más me puso a prueba y pareció satisfecho con el resultado.
Luego probó metódicamente otros golpes; utilizaba su espada casi como una
sonda. En una oportunidad lo ataqué directamente. Con suma facilidad Pa-Kur
desvió el golpe hacia un costado.
Finalmente
retrocedió: —Puedo matarte —dijo, seguro de sí. Podía ser verdad, pero yo más
bien tenía la impresión de que con ese comentario se proponía quitarle
seguridad e iniciativa al adversario.
—¿Cómo
podrás matarme si no te doy la espalda? —respondí. En esa calma exterior debía
de encontrarse una pizca de vanidad.
Pero sólo
coseché un breve centelleo de enfado en sus ojos, seguido por una agria
sonrisa. Nuestros aceros chocaron, el intercambio de golpes era ahora más
rápido. Empecé a preguntarme si su táctica respondía a un motivo especial, si
sus pruebas cuidadosas habían dejado quizás al descubierto algún punto débil de
mi defensa. Pero durante una lucha tales especulaciones son peligrosas. Quería
concentrarme por completo en el movimiento de su espada, sin dejarme intimidar.
Comencé a
presionarlo y él no se opuso; sin ningún esfuerzo paraba mis golpes, sin pasar
por su parte a la ofensiva. Por lo visto deseaba debilitarme a fin de poder
comenzar, sin correr ningún peligro, su propio ataque violento, que era
legendario en Gor.
Mientras
luchábamos, los hombres de Ar hacían retroceder una y otra vez a sus
adversarios, pero desde el interior del cilindro emergían más y más partidarios
de Pa-Kur. Era sólo una cuestión de tiempo que el último defensor de la ciudad
fuera empujado por encima del borde del edificio.
Talena se
había dado la vuelta y, a pesar de estar encadenada, ahora de rodillas,
observaba el combate. El verla me dio nuevas fuerzas, y por primera vez creí
notar que Pa-Kur ya no paraba mis ataques con la misma seguridad que al
comienzo.
De repente
se escuchó un ruido como de truenos en el cielo y una enorme sombra flotó sobre
nuestras cabezas, como si el sol hubiera sido oscurecido por una nube. Pa-Kur y
yo nos separamos y miramos precipitadamente hacia arriba. En nuestro duelo nos
habíamos olvidado por completo del mundo exterior. Escuché entonces el grito
alegre: —¡Hermano de espada! —¡Era Kazrak!
—¡Tarl de
Ko-ro-ba! —exclamó una segunda voz familiar, la voz de mi padre.
El cielo
estaba cubierto de tarns. Millares de aves enormes descendían sobre la ciudad,
se derramaban sobre los puentes y las calles, se precipitaban entre las torres,
que ya no estaban protegidas por redes de tarn. A lo lejos vi el campamento de
Pa-Kur envuelto en llamas.
Un
ejército irrumpió sobre los puentes del gran foso. En Ar los hombres de
Marlenus por lo visto habían llegado a la puerta grande, pues se cerró
lentamente, separando las tropas de ocupación de las hordas salvajes que
quedaban fuera. La horda misma se sintió sorprendida y confundida, presa del
pánico. Muchos tarnsmanes de Pa-Kur ya buscaban su salvación huyendo de la
ciudad. Las tropas de Pa-Kur eran mucho más numerosas que las de los agresores,
pero les faltaba algún tipo de liderazgo. Los hombres de Pa-Kur sólo sabían que
habían sido sorprendidos y que ahora eran atacados por tropas disciplinadas,
mientras que los tarnsmanes enemigos podían proceder sin trabas desde arriba.
El tarn de
Kazrak había aterrizado en el techo del cilindro, seguido por mi padre y por
otros cincuenta luchadores. Los Asesinos de Pa-Kur ya estaban entregando sus
armas y eran rápidamente encadenados.
También
Pa-Kur había visto todo esto antes de que volviéramos a enfrentarnos. Yo
incliné mi espada al suelo, en gesto de gracia concedida al vencido. Pero
Pa-Kur resolló despectivamente y volvió al ataque. Yo resistí con paradas
diestras y después de un largo y violento intercambio de golpes, me di cuenta
de que podía vencerlo.
Entonces
fui yo quien tomó la iniciativa y empecé a empujarlo hacia atrás; paso a paso
nos acercábamos al borde del cilindro. Le dije tranquilamente: —Puedo matarte—.
Sabía que decía la verdad.
De un
golpe hice saltar su espada, que cayó con estrépito sobre el suelo de mármol.
—Ríndete
—dije— o coge tu espada.
Como una
cobra lista para el ataque, Pa-Kur volvió a coger su arma. La lucha continuó;
dos veces lo herí, la segunda vez casi alcancé la posición que necesitaba. Sólo
faltaban unos pocos golpes y el Asesino yacería sin vida a mis pies.
Pa-Kur
también pareció advertirlo, pues de repente arrojó su espada hacía mí. Me hirió
en un costado y sentí el calor de la sangre que brotaba de la herida. Pa-Kur y
yo nos miramos sin odio. Bien erguido y desarmado se encontraba de pie delante
de mí.
—No seré
tu prisionero —dijo. Se volvió y saltó al vacío.
Lentamente
me dirigí hacia el borde del cilindro. No se veía nada del Asesino. Su cuerpo
destrozado sería recogido allí abajo en las calles y empalado públicamente.
Envainé mi
espada, fui hacia donde se encontraba Talena y deshice sus ataduras. Se
encontraba junto a mí, temblorosa; la tomé en mis brazos:
—Te quiero
—le dije.
Estábamos
abrazados.
—Te quiero
—susurró Talena.
Detrás de
nosotros resonó la risa estrepitosa de Marlenus. Talena y yo nos separamos
precipitadamente.
El Ubar me
dio unas palmadas en el hombro. Luego se dirigió hacia donde se encontraba su
hija y tomó su cabeza entre sus manos. —Sí —dijo, como si viera a su hija por
primera vez—. Merece ser la hija de un Ubar. ¡Dadme muchos nietos!
Me volví.
Mi padre me contemplaba cariñosamente. Del campamento de Pa-Kur, que se veía a
lo lejos, no quedaba nada más que un resto de postes carbonizados. Las tropas
de ocupación en la ciudad se habían rendido. Fuera de los muros la horda había
entregado sus armas. Ar estaba a salvo.
Talena me
miró. —¿Qué harás conmigo? —preguntó.
—Te llevo
a Ko-ro-ba —dije— A mi ciudad.
—¿Cómo tu
esclava? —sonrió.
—Si me
quieres tomar, como mi Compañera Libre.
—Te tomo,
Tarl de Ko-ro-ba —dijo Talena— Te tomo como mi Compañero Libre.
Se rió y
la coloqué sobre la silla de mi tarn.
—¿Eres un
guerrero auténtico? —preguntó.
—¡Ya lo
veremos! —respondí riendo.
Actuando
según las rudas costumbres matrimoniales de Gor, ella se resistía, se retorcía
simulando no querer volar conmigo y yo la arrastré a la silla delante de mí.
Con las muñecas y las piernas encadenadas, se encontraba acostada
transversalmente sobre el lomo del tarn, una prisionera indefensa, pero
prisionera por amor y por propia decisión. Los guerreros reían y Marlenus más
que nadie.
—Me parece
que te pertenezco, audaz tarnsman dijo— ¿Qué vas a hacer ahora conmigo?
En lugar
de responderle tiré de la primera rienda y la gran ave se remontó a las
alturas, casi hasta las nubes. Talena exclamó: —¡Ahora, Tarl!
Y aun
antes de dejar la ciudad detrás de nosotros la desencadené y arrojé su manto a
las calles para que su pueblo supiera qué había sido de la hija de su Ubar.