No me costó mucho reconocer el cilindro más
grande de Ar: la morada del Ubar Marlenus. Al acercarme a la ciudad, vi como
reinaba una gran animación sobre todos los puentes; muchos de los que
festejaban el acontecimiento ya estarían quizás embriagados bajo los efectos
del Paga. Entre los diferentes cilindros volaban tarnsmanes y, por lo que
parecía, gozaban de ciertas libertades que les otorgaba la fiesta: hacían
carreras entre ellos, organizaban luchas simuladas, avanzaban atacando sobre
los puentes y sólo hacían ascender a sus animales unos centímetros por encima
de las cabezas de los asustados transeúntes.
Audazmente hice descender a mi tarn, lo
conduje para que volara entre los cilindros, uno más entre los numerosos
tarnsmanes de la ciudad. Dejé que mi animal se posara sobre una de las varas de
acero destinadas a los tarns que de tanto en tanto sobresalían por encima de
los cilindros. El enorme animal abría y cerraba las alas con cuidado, y sus
garras, fortalecidas por el acero, arañaban la vara. Por último, logró
establecer el equilibrio, plegó sus alas y permaneció quieto, inmóvil, a
excepción de los movimientos de alerta de su gran cabeza y el centelleo de sus
ojos malignos que contemplaban al gentío que circulaba por los puentes
cercanos.
Mi corazón comenzó a latir violentamente y
pensé que aún estaba a tiempo de huir. De repente un guerrero borracho, sin
casco pasó volando a mi lado y quiso también posarse en mi vara; era un
tarnsman salvaje, de bajo rango, con ganas de luchar. Hubiera sido imposible
dejarle la vara, ya que enseguida habría despertado sospechas. En Gor existe
una única respuesta honrosa a un desafío. Aceptarla de inmediato.
—¡Que los Reyes Sacerdotes dispersen tus
huesos —le grité y agregué—: ¡Y tú, ve a alimentarte de los excrementos del
tharlarión!
Mi segunda observación, que se refería a
las tan odiadas cabalgaduras de los clanes inferiores, pareció causarle mucha
gracia.
—¡Que tu tamo pierda sus plumas! —tronó.
Se golpeó los muslos y aterrizó con su tarn
sobre mi vara. Luego se inclinó en mi dirección y me arrojó una bolsa de cuero
con Paga. Bebí y, despectivamente, se la devolví. Instantes después el guerrero
volvió a emprender el vuelo entonando desafinadamente una canción.
Lo mismo que la mayoría de las brújulas de
Gor, también la mía contenía un cronómetro. Le di la vuelta al aparato,
presioné la palanca con la que se abría la tapa posterior y eché un vistazo a
la aguja. ¡Eran las veinte horas y dos minutos! Olvidé todo pensamiento de
deserción. Bruscamente, puse en movimiento a mi tarn y lo guié en dirección a
la torre del Ubar.
A los pocos minutos pude distinguir el
edificio debajo de mí. De inmediato hice descender al tarn, pues sin un motivo
poderoso no puede uno acercarse a esa torre. Al descender, pude observar el
techo grande y redondo del cilindro. Parecía iluminado desde abajo, irradiaba
un resplandor azulado. En medio del círculo se encontraba una plataforma baja y
redonda, de unos tres metros de diámetro a la que se llegaba por cuatro
pequeños escalones. Sobre la plataforma había una figura solitaria, vestida de
negro. Cuando mi tarn se posó sobre la plataforma, bajé de un salto, y oí el
grito de una muchacha.
Corrí hacia el centro de la plataforma; al
hacerlo tropecé, rompí con el pie una pequeña canasta llena de cereales y
derramé un recipiente con Ka-la-na, que vertió su rojo contenido sobre la
superficie de piedra. Me arrojé sobre una pila de Piedras que había en el medio
de la plataforma; los gritos de la muchacha resonaban en mis oídos. Desde muy
cerca se oían fuertes voces de hombres y estrépito de armas. Los guerreros
subían apresuradamente la escalera que conducía al techo. ¿Cuál era la Piedra del Hogar? Las fui
apartando. Una de ellas tenía que ser la Piedra de Ar, pero ¿cuál de ellas? ¿Cómo podía
distinguirla entre todas las demás, entre las Piedras de las ciudades que se
encontraban dominadas por Ar?
¡Sin lugar a dudas tenía que ser la que
estuviera mojada de Ka-la-na, la
Piedra a la que estaban adheridos los pequeños granos!
Apresuradamente las palpé, pero varias de ellas estaban húmedas y cubiertas de
Sa-Tarna. Sentí que la figura embozada tiraba de mí, que trataba de clavarme
las uñas en los hombros y en el cuello. Me volví y la empujé hacia atrás. Cayó
sobre sus rodillas y, de repente, se arrastró hacia una de las Piedras, la
cogió y quiso emprender la fuga. Una lanza resonó junto a mí sobre la
plataforma. ¡Los guardias se encontraban sobre el techo!
Corrí detrás de la figura embozada, la
agarré, la hice girar y me apoderé de la Piedra que llevaba. Trató de golpearme y me
persiguió en dirección al tarn, que, excitado, batía las alas deseando
abandonar el techo del cilindro. Salté hacia arriba y me así al aro de la silla
de montar. Instantes después ya me encontraba montado sobre el tarn y tiraba
violentamente de la primera rienda. La figura embozada trató de trepar la
escala de la silla de montar, pero se vio entorpecida por el peso de sus
vestiduras bordadas. Proferí una maldición al sentir que una flecha rozaba mi
hombro. En el mismo instante se desplegaron las poderosas alas del tarn y el
ave gigantesca se elevó por los aires. Emprendió el vuelo, y el silbido de las
flechas resonó en mis oídos, junto con los gritos de los hombres enardecidos y
el largo y penetrante alarido de espanto de una muchacha.
Desconcertado, miré hacia abajo. La figura
embozada seguía aferrándose desesperadamente a la escala de la silla de montar.
Oscilaba libremente debajo del tarn, mientras dejábamos rápidamente atrás las
luces de Ar. Desenvainé mi espada con el propósito de cortar la escala, pero
luego me contuve y, fastidiado, volví a envainarla. No podía darme el lujo de
cargar con un peso adicional, pero tampoco podía decidirme a enviar a una
muerte segura a la muchacha.
Lancé maldiciones al escuchar abajo el
concierto ensordecedor de los silbatos de tarn. Esa noche, seguramente, todos
los tarnsmanes de Ar circulaban por el espacio. Dejé atrás los últimos
cilindros de la ciudad y me sentí libre en la noche goreana, en camino a
Ko-ro-ba. Guardé la Piedra
del Hogar en el bolso de la silla, la cerré con candado, y, a continuación, me
incliné hacia abajo para alzar la escala de mi silla de montar.
La joven gemía despavorida y sus músculos y
dedos parecían congelados por el frío.
Cuando la coloqué delante de mí en la silla
y la sujeté firmemente al aro, tuve que esforzarme para soltar sus dedos de la
escala. Plegué esta última y la até a un lado de la silla. La joven me daba
lástima: una figura desamparada, juguete de los ambiciosos planes políticos de
su padre. Los sordos gemidos que emitía me emocionaban.
—No tengas miedo —dije— No te haré ningún
daño. Cuando hayamos pasado el pantano, te haré bajar cerca de algún camino.
Quería tranquilizarla: —Mañana por la mañana estarás nuevamente en Ar.
Indefensa, tartamudeó alguna palabra
incomprensible de agradecimiento, se dio la vuelta y se abrazó a mí, como
buscando protección. Sentí cómo temblaba, percibía junto a mí su cuerpo
inocente, y entonces, de repente, sus brazos ciñeron mis caderas y con un grito
de rabia me arrancó de la silla. Cuando comencé a caer me di cuenta que en la
precipitada fuga había olvidado ajustar mi propio cinturón. Mis manos trataron
de aferrarse a algo, pero se encontraron con el vacío y caí de cabeza a la
nada.
Durante una fracción de segundo escuché su
risa triunfante, que pronto se perdió en el viento. Sentí cómo mi cuerpo se
ponía tenso durante la caída, esperando el impacto del golpe. Quizás también
pensé si sentiría dolor, y llegué a la conclusión de que, en efecto, habría de
sentirlo. Absurdamente traté de aflojar mi cuerpo y relajé los músculos, como
si eso pudiera servir de algo. Esperaba el golpe, fui consciente del dolor al
pasar velozmente a través de ramas y al sumergirme, por fin en una sustancia
blanda, elástica. Perdí el conocimiento.
Cuando abrí los ojos, mi cuerpo estaba
adherido a una especie de nervadura extensa de franjas anchas y elásticas, que
constituían una estructura extraña, de aproximadamente un pasang de diámetro, a
través de la cual sobresalían a intervalos irregulares los imponentes árboles
del bosque pantanoso. Sentí cómo el extraño tejido se estremecía y traté de
levantarme. Pero no pude hacerlo. Estaba pegado a la sustancia de la que se
componía esa poderosa red. Desde la izquierda se aproximó una de las arañas de
los pantanos de Gor, con una rapidez sorprendente, teniendo en cuenta su
tamaño. Alcé los ojos al cielo azul. Hubiera deseado hundirme en el pantano. Me
estremecí cuando el monstruo se detuvo a mi lado y sentí el leve roce de sus
patas delanteras, adiviné el contacto de sus pelos sensibles. Alcé la vista; el
animal me observaba fijamente con sus ocho ojos relucientes semejantes a
botones, en actitud de pregunta, según me pareció. Entonces, con sorpresa
escuché una voz producida mecánicamente que me preguntó: —¿Quién eres?
Comencé a temblar, ya que pensaba que había
terminado por perder el juicio. De inmediato, la voz repitió su pregunta con un
mayor volumen y agregó: —¿Eres de la
Ciudad de Ar?
—No —dije— y entré de lleno en esa
alucinación fantástica. —No, no vengo de Ar, sino de la Ciudad Libre de
Ko-ro-ba.
Cuando dije eso, el insecto monstruoso se
inclinó junto a mí y pude distinguir sus mandíbulas, afiladas como cuchillos
curvos. Traté de fortalecerme ante la idea de la agresión mortal de esos
cuchillos naturales. En lugar de atacarme, el animal roció con saliva, o una secreción
similar, la red que me rodeaba, que de inmediato perdió su efecto adhesivo.
Cuando volví a ser libre, las mandíbulas se apoderaron de mí y fui transportado
al borde de la red; de allí la araña se deslizó, por una liana colgante, hasta
el suelo, donde me depositó. Luego, se alejó de mí sobre sus ocho patas, sin
perderme de vista con sus ojos relucientes.
Nuevamente oí la voz mecánica.
—Me llamo Nar y formo parte del pueblo de
las arañas.
Entonces descubrí el pequeño aparato,
sujeto a la parte inferior de su cuerpo; un dispositivo de traducción, tal como
los vi anteriormente en Ko-ro-ba. Por lo visto, el aparato traducía impulsos
sonoros que se encontraban por debajo de mi umbral de perceptibilidad.
Seguramente mis respuestas eran trasformadas de la misma manera. Una de las
patas del insecto accionó un botón.
—¿Me puedes oír? —preguntó el animal.
—Sí —dije.
El insecto pareció sentirse aliviado.
—Me alegra saberlo —contestó.
—Me has salvado la vida. Te lo agradezco.
—Mi red te ha salvado la vida —rectificó.
Calló un instante y agregó luego, como si advirtiera mi preocupación: —No te
pasará nada malo. El pueblo de las arañas no le hace daño a un ser racional.
—Te estoy agradecido por ello —dije.
La próxima frase me quitó el aliento:
—¿Eres tú el hombre que se apoderó de la Piedra del Hogar de Ar?
Titubeé un poco antes de contestar y luego
respondí afirmativamente. Por lo visto, ese ser no simpatizaba mucho con los
habitantes de Ar.
—Me alegra oírlo —dijo el insecto—. Pues
los habitantes de esa ciudad no tratan bien al pueblo de las arañas. Nos
persiguen y sólo nos dejan con vida para obtener el hilo Cur-lon, que luego es
utilizado en los telares de Ar. Si no fueran seres racionales, los
combatiríamos.
—¿Cómo sabes que la Piedra del Hogar de Ar ha
sido robada? —pregunté.
—Esa noticia se difundió rápidamente,
gracias a todos los seres racionales, sin hacer diferencia entre los que se
arrastran, vuelan o nadan. Y ello ha sido motivo de gran alegría en Gor, menos
en la ciudad de Ar, naturalmente.
—He vuelto a perder la Piedra —dije—. Me engañó
una joven que probablemente es la hija del Ubar. Me arrojó de mi tarn y sólo me
salvé gracias a tu red. Supongo que esta noche también en Ar volverá a reinar
la alegría, cuando la hija del Ubar lleve de vuelta la Piedra del Hogar
Nuevamente oí la voz mecánica: —¿Cómo es
posible que la hija del Ubar lleve de vuelta la Piedra del Hogar, si tú
llevas el aguijón de tarn en tu cinturón?
Me sentí desconcertado por no habérseme
ocurrido a mí. Me imaginé a la joven sobre el lomo del tarn salvaje, sin
ninguna práctica en el trato con semejante animal, sin aguijón de tarn, con la
cual podría defenderse de él. De repente, sus posibilidades de supervivencia me
parecieron muy reducidas, pues pronto llegaría la hora de la comida del tarn.
Seguramente ya había amanecido desde hacía unas cuantas horas.
—Debo regresar a Ko-ro-ba —dije— No he
cumplido con mi misión.
—Si estás de acuerdo, te llevaré hasta el
borde del pantano —dijo el insecto. Le di las gracias y suavemente me colocó
sobre su lomo. La araña se movió ágil y velozmente a través del bosque
cenagoso.
Llevaríamos aproximadamente una hora de
viaje, cuando Nar de repente se detuvo y alzó sus dos patas delanteras al aire
como si olfateara algo.
—Aquí cerca hay un tharlarión carnívoro, un
tharlarión salvaje. ¡Sujétate bien!
Por suerte obedecí enseguida, pues de
inmediato Nar corrió hacia un árbol de los pantanos que se hallaba próximo y
trepó por el tronco. Algunos minutos más tarde escuché el gruñido hambriento de
un tharlarión salvaje, y a continuación el penetrante grito de espanto de una
muchacha.
Desde el lomo de Nar yo podía distinguir la
zona pantanosa con sus islas de juncos y sus enjambres de insectos. En un
cañaveral, a una distancia aproximada de cincuenta pasos, apareció una figura
humana que gritaba y se acercaba a tropezones. Con los brazos extendidos, se
internó a ciegas en el pantano. En el mismo instante reconocí la vestidura
bordada, ahora salpicada de barro y despedazada. ¡Era la hija del Ubar!
Apenas la joven había alcanzado el claro
del bosque y corría por el agua verde y poco profunda que se hallaba a nuestros
pies, cuando apareció la temible cabeza de un tharlarión salvaje entre los
juncos. Los ojos redondos resplandecían excitados, las enormes fauces estaban
bien abiertas. Con una rapidez casi inimaginable echó fuera una larga lengua
marrón que se enroscó alrededor del cuerpo delgado e indefenso de la muchacha,
que chillaba histéricamente.
Sin pensarlo un instante, bajé del lomo de
Nar y me agarré de uno de los largos zarcillos, semejante a las lianas, que
viven como parásitos en los árboles del pantano. Un segundo después aterricé al
pie del árbol y corrí con la espada desenvainada hacia el tharlarión. Me arrojé
entre sus grandes fauces y la joven y, con un rápido golpe de espada, seccioné
la lengua marrón.
A través de la sofocante atmósfera del
pantano se oyó un ensordecedor grito de dolor; el tharlarión se irguió dolorido
sobre sus patas traseras y con un ruido desagradable introdujo el muñón de su
lengua dentro del hocico. Enseguida, sus ojos malignos se dirigieron hacia mí y
su boca, que ahora estaba llena de una mucosidad incolora, se abrió y dejó al
descubierto varias hileras de dientes afilados.
El monstruo me atacó. Yo me arrodillé y la
poderosa cabeza pasó por encima de mí; en el mismo instante alcé la espada con
violencia y dejé que la hoja se hundiera profundamente en su grueso cuello. El
tharlarión se retiró algunos pasos hacia atrás, lento, inseguro. El muñón de su
lengua se asomó varias veces, como si el animal no comprendiera por qué le
faltaba parte de ella.
El tharlarión se hundió algo más
profundamente en el pantano y entrecerró los ojos. Entonces supe que la lucha
había terminado. El animal resbaló lentamente en el barro; el agua se movía a
su alrededor y sospeché que los pequeños lagartos acuáticos ya habían dado
comienzo a su repugnante tarea. Me incliné y lavé mi espada. Precavidamente
regresé luego hasta el tronco del árbol y trepé a la pequeña isla seca que se
había formado a su alrededor.
Traté de encontrar a la joven, pero había
huido. Y eso me fastidiaba un poco. Pero ¿qué era lo que yo pretendía? ¿Que la
muchacha me lo agradeciera? Sin duda me había dejado a merced del tharlarión,
alegrándose de que sus contrincantes se aniquilaran mutuamente, mientras ella
lograba ponerse a salvo. Me pregunté cuánto podría avanzar la joven por el
pantano antes de que un segundo tharlarión le siguiera las huellas. Grité:
—¡Nar!—, y busqué a mi alrededor a mi amiga, la araña, pero ella también había
desaparecido. Agotado, me apoyé en el tronco del árbol, sin soltar la
empuñadura de la espada.
Asqueado observé el cuerpo del tharlarión
muerto. Se había ladeado y quedaban al descubierto los primeros huesos. Esos
pequeños lagartos eran realmente muy veloces.
Oí un ruido y salté listo para el ataque.
Pero se trataba solamente de la araña que se me acercaba velozmente. Entre sus
mandíbulas sujetaba a la hija del Ubar Marlenus. La muchacha golpeaba a Nar con
sus puños diminutos, pero la araña no parecía preocuparse por eso y la depositó
delante de mí; sus relucientes ojos, semejantes a botones, parecían lunas
vacías, inexpresivas, en un cielo nocturno.
—Esta es la hija del Ubar Marlenus —dijo
Nar, y agregó con ironía—: Desgraciadamente olvidó agradecerte que le salvaras
la vida, lo que resulta algo extraño en el caso de un ser racional, ¿no es
cierto?
—¡Cállate, insecto! —suplicó la hija del
Ubar. No parecía temer a Nar, quizá porque los habitantes de Ar se hallaban
familiarizados con el pueblo de las arañas. Sin embargo, no cabía ninguna duda
que el contacto de las mandíbulas le resultaba desagradable.
Contemplé a la joven, que ahora
verdaderamente no ofrecía ya un aspecto atractivo. Sus pesadas vestiduras
estaban salpicadas de barro, y en varias partes se había despedazado el
brocado. Quizás habían pasado varias horas adornándola para la fiesta. A través
del angosto tajo de sus velos, sus ojos me miraban enfurecidos. Observé que
eran verdes, los ojos de la hija de un monarca, salvajes, insumisos,
acostumbrados a mandar. También advertí con desagrado que la hija del Ubar
medía varios centímetros más que yo; casi parecía que algo raro ocurría con
respecto a las proporciones de su cuerpo.
—Me pones inmediatamente en libertad
—ordenó— y mandas de paseo a este insecto inmundo.
—En realidad las arañas son insectos
particularmente limpios —respondí con una mirada alusiva a sus vestiduras
embadurnadas.
Se encogió de hombros.
—¿Dónde está el tarn? —pregunté.
—Sería mejor que preguntaras dónde está la Piedra del Hogar de Ar
—contestó.
—¿Dónde está el tarn? —repetí. En ese
momento mi animal me interesaba más que el ridículo trozo de piedra por el que
había arriesgado mi vida.
—No lo sé —dijo— Y tampoco me importa.
—¿Qué ha pasado? —indagué.
—No deseo que se prolongue este
interrogatorio —anunció la joven.
En mi rabia cerré los puños.
Suavemente las mandíbulas de Nar comenzaron
a apretar el cuello de la muchacha. Esta sintió miedo y empezó a temblar.
—¡Basta! —dijo jadeante, retorciéndose entre las mandíbulas implacables.
Infructuosamente sus dedos trataron de apartar las duras tenazas.
—¿Quieres su cabeza? —preguntó la voz
mecánica del insecto.
Yo sabía que la araña no podía hacerle daño
a ningún ser racional, o sea que debía estar actuando de acuerdo con algún
plan. Por lo tanto le dije que sí. Las dos cuchillas comenzaron a cerrarse
implacablemente como una tijera gigantesca alrededor del cuello de la joven.
—¡Basta! —gritó—. Traté de conducir al tarn
de vuelta hacia Ar. ¡Pero nunca antes había montado un animal así y no tenía el
aguijón de tarn!
Hice un movimiento con la mano y Nar apartó
sus mandíbulas.
—Nos hallábamos en alguna parte sobre el
bosque pantanoso —continuó la muchacha—, cuando nos encontramos con una bandada
de tarns salvajes. El mío atacó al guía de la bandada.
Se estremeció al recordarlo y me dio
lástima. Me la imaginé sujeta, indefensa, a la silla de montar de un tarn
gigantesco, que se lanza a una lucha de vida o muerte: debe de haber sido una
experiencia tremenda.
—Mi tarn mató al otro —continuó la
muchacha—, y lo siguió en su caída hasta el suelo, donde lo despedazó.
Temblaba. Yo solté el cinturón de la silla y me escondí entre los árboles.
Después de algunos minutos tu tarn salió volando; el pico y las garras llenas de
sangre y plumas. Lo último que vi de él fue cómo se puso al frente de la
bandada.
De ese modo se había esfumado toda
esperanza, pensé. El tarn había vuelto a ser un ave salvaje. Sus instintos
habían sido más fuertes que el silbato de tarn y el recuerdo de los hombres.
—¿Y la Piedra del Hogar de Ar? —pregunté.
—En el bolso de la silla de montar —dijo la
joven, confirmando mis temores.
Yo había cerrado el bolso, que se hallaba
bien sujeto a la silla. La voz de la joven había sonado oprimida y percibí su vergüenza
por no haberse podido apoderar de la
Piedra del Hogar. El tarn se había escapado, su naturaleza
salvaje había prevalecido, la
Piedra del Hogar se encontraba en el bolso de la silla. Yo
había fracasado, la hija del Ubar había fracasado, y así nos encontrábamos,
frente a frente, en el verde claro del bosque pantanoso de Ar.