
—Ha sido un placer para la hija del Ubar
—dijo— informarte a ti y a tu hermana de ocho patas acerca de la suerte que han
corrido tu tarn y la Piedra
del Hogar. ¡Y ahora me pondréis inmediatamente en libertad!
—Eres libre —le dije.
Me miró fijamente, algo desconcertada, y
continuó retrocediendo sin quitarnos la vista de encima, fijándose sobre todo
en Nar. También dirigía su mirada hacia mi espada, como si esperara que yo la
matara en cuanto me volviera la espalda.
—Está bien —dijo por último—; será mejor
para ti que obedezcas mi orden. Quizá se te otorgue por ello una muerte fácil.
—¿Quién podría negarle algo a la hija de un
Ubar? —pregunté, agregando malignamente: —Y mucha suerte en el pantano.
Se detuvo y se estremeció. Me aparté de
ella, puse una mano sobre una pata delantera de Nar —muy suavemente para no
dañar sus pelos tan sensibles.
—Bueno, hermana —dije, y pensé en cómo
había sido ofendida por la muchacha— ¿Continuamos nuestro viaje? —Quería darle
a entender a Nar que no todos los seres humanos pensábamos de la misma manera
que los habitantes de Ar con respecto al pueblo de las arañas.
—Sí, hermano —respondió la voz mecánica. Y
efectivamente hubiera preferido ser hermano de ese monstruo dulce e inteligente
antes que el amigo de algún hombre bárbaro, tal como me los había encontrado
más de una vez en Gor. Quizá hasta era un honor para mí que me hubiera llamado
hermano.
Trepé al lomo de Nar y nos pusimos en
movimiento.
—¡Esperad! —exclamó la hija del Ubar— ¡No
podéis dejarme aquí sola!
Tropezó en el montículo de pasto y cayó al
agua. Estaba arrodillada en el líquido verde y alzaba los brazos en ademán
suplicante, como si de pronto fuera consciente de su situación desesperada. No
era un destino halagüeño el que le esperaba si la dejábamos sola en el bosque
pantanoso.
—Llevadme con vosotros —dijo.
—Espera —le pedí a Nar, y la araña
gigantesca se detuvo.
La muchacha trató de incorporarse, pero, de
repente, una de sus piernas parecía ser mucho más larga que la otra. Volvió a
tropezar y cayó nuevamente. Maldecía como un tarnsman. Me reí y descendí del
lomo de Nar. Fui vadeando hasta el lugar donde se encontraba y la llevé al
montículo. Teniendo en cuenta su tamaño era sorprendentemente liviana.
Apenas la había levantado en mis brazos
cuando empezó a pegarme enfurecida. —¿Cómo puedes atreverte a tocar a la hija
de un Ubar? —gritó. Me encogí de hombros y la dejé caer al agua. Furiosa, sacó
fuerzas de flaqueza y fue cojeando hasta el árbol. La seguí y examiné su
pierna. Un zapato enorme se había desprendido de su pequeño pie y colgaba
suelto. La suela tenía unos veinte centímetros de espesor. Me reí. Finalmente
había encontrado la explicación para el tamaño increíble de la joven.
—El zapato está roto —dije— Lo siento.
Trató de levantarse, pero no lo logró.
Desabroché también el otro zapato. —No es
de extrañar que apenas puedas caminar —dije— ¿Por qué llevas estas cosas
ridículas?
—La hija del Ubar debe contemplar desde lo alto
a sus súbditos —fue la respuesta.
Cuando volvió a incorporarse apenas me
llegaba hasta el mentón. Furiosa bajó la vista. La hija de un Ubar no mira a
nadie desde abajo.
—Te ordeno que me protejas —dijo.
—No acepto órdenes de la hija del Ubar de
Ar —respondí.
—¿Pero no ves que tienes que llevarme?
—dijo.
—¿Por qué? —pregunté. De acuerdo con las
rudas costumbres del país yo no le debía nada, en todo caso era ella la que
estaba en deuda conmigo. Después de su intento de matarme, que sólo se había
frustrado gracias a la red de Nar, yo en realidad tenía el derecho de matarla y
abandonar su cuerpo a los lagartos acuáticos. Naturalmente, no podía ver estas
cosas desde el punto de vista goreano, pero ella ¿cómo habría de saberlo? ¿Cómo
habría de sospechar que yo no la trataría de la manera en que ella merecía ser
tratada de acuerdo con la ruda justicia goreana?
—Tienes que protegerme —dijo: Su voz tenía
algo de suplicante.
—¿Por qué? —pregunté furioso.
—Porque necesito tu ayuda —dijo. Luego
exclamó sumamente irritada—: ¡No debí haber dicho eso! Había levantado la
cabeza y durante un instante me miró a los ojos. Temblando de rabia bajó la
cabeza.
—¿Me estás pidiendo que te haga este favor?
—pregunté.
De repente pareció extrañamente sumisa.
—Sí —dijo—. Yo, la hija del Ubar de Ar, te
pide a ti, un extraño, que la protejas.
—Quisiste matarme —respondí—. ¿Cómo puedo
saber que no eres mi enemiga?
Guardó silencio durante un buen rato.
—Sé qué es lo que esperas ahora —dijo la
hija del Ubar tranquilamente, con una tranquilidad poco común, a mi parecer. No
la entendía. ¿Por qué titubeaba? Para mi desconcierto la hija del Ubar Marlenus
se arrodilló delante de mí, un sencillo guerrero de Ko-ro-ba, bajó la cabeza y
levantó los brazos, cruzando las muñecas.
Era el mismo gesto sencillo que había hecho
Sana en la habitación de mi padre: la sumisión de una mujer prisionera. Sin
levantar la vista, la hija del Ubar dijo con voz clara: —Me someto.
Más tarde deseé haber tenido un cordón para
sujetar las muñecas que alzaba inocentemente. Enmudecí un instante, pero luego
recordé la norma goreana según la cual estaba obligado a aceptar la sumisión o
bien a matar a mi prisionero. Tomé sus manos y dije: —Acepto tu sumisión. Luego
la levanté suavemente.
La llevé de la mano hasta el lugar donde se
encontraba Nar, la ayudé a trepar sobre el lomo reluciente y velloso de la
araña e hice lo mismo. Sin decir nada, Nar se puso en movimiento. Las ocho
delgadas patas del insecto apenas parecían sumergirse en el agua verdosa. En
una oportunidad, Nar fue a parar en arenas movedizas y su lomo se encorvó
repentinamente. Abracé con fuerza a la hija del Ubar, mientras el insecto
volvía a incorporarse y nadaba durante un segundo en el barro; luego pisó
tierra Firme.
Después de una hora, aproximadamente, Nar
se detuvo y alzó una de sus patas delanteras. A una distancia de tres pasang
más o menos podían distinguirse prados verdes y campos de Sa-Tarna. La voz
mecánica dijo: —No quisiera aproximarme más a la tierra firme, pues resulta
peligrosa para el pueblo de las arañas.
Me deslicé hasta el suelo y ayudé a bajar a
la hija del Ubar. Nos encontrábamos de pie uno junto al otro en el agua poco
profunda. Coloqué mi mano sobre el rostro grotesco de Nar y el monstruo
presionó brevemente mi brazo con sus mandíbulas. —Que te vaya bien —dijo Nar.
Respondí a su saludo y le deseé felicidad a
él y a su pueblo.
El insecto colocó sus patas delanteras
sobre mis hombros. —No te pregunto por tu nombre, guerrero —dijo—. Tampoco
repetiré el nombre de tu ciudad delante de los sometidos, pero quiero que sepas
que el pueblo de las arañas se honra en recordarte a ti y a tu ciudad.
Una vez más oí la voz mecánica: —Cuídate de
la hija del Ubar.
—Se ha sometido —respondí, confiando en que
la joven cumpliera con lo pactado.
Cuando Nar desapareció en el pantano, me
despedí de ella con un gesto. Enseguida dejé de ver a mi grotesca amiga.
—Vamos —le dije a la muchacha— y enfilé
hacia los campos de Sa-Tarna. La hija del Ubar me seguía a algunos metros de
distancia.
Nos habíamos abierto canino a través del
pantano a lo largo de unos veinte metros, cuando de repente la muchacha lanzó
un grito. Me di la vuelta. Se había hundido hasta las caderas en el agua
salobre ¡en un pozo de arena movediza! Gritaba histéricamente. Traté de acercarme
cuidadosamente, mas el suelo comenzaba a ceder bajo mis pies. Intenté
alcanzarla con el cinto de la espada, pero era demasiado corto. El aguijón de
tarn, que se encontraba en el cinto, cayó al agua y desapareció.
La muchacha se hundía cada vez más
profundamente en el agua, y pronto sólo se le vieron la cabeza y los hombros.
Gritaba desaforadamente; frente a esa muerte terrible había perdido todo
control sobre sí misma. —¡No te muevas! —le grité. Pero ella se contraía
histéricamente, como un animal enloquecido. —¡El velo! —exclamé—. ¡Suéltalo!
¡Tíramelo! Sus dedos trataron de tirar del velo, pero en su estado de pánico no
logró quitárselo a tiempo. El barro llegó a cubrir sus ojos desencajados y su
cabeza desapareció en el agua verdosa, mientras sus manos se agitaban con
desesperación en el aire.
Apresuradamente miré a mi alrededor y
distinguí un tronco medio sumergido. Sin preocuparme por los eventuales
peligros, corrí hacia él y tiré con todas mis fuerzas. Probablemente fueron
sólo unos segundos, pero a mí me pareció que pasaron horas hasta que el tronco
cedió y pude sacarlo del barro. Lo empujé rápidamente hasta el lugar en que
había desaparecido la hija del Ubar. Me aferré al tronco; bogué por el agua
poco profunda por encima de las arenas movedizas, palpando con mi mano una y
otra vez el líquido verdoso.
Por fin mis dedos tocaron algo —la muñeca
de la joven— y lentamente fui sacándola de la arena. Sentí una profunda alegría
cuando escuché sus quejidos, cuando sus pulmones aspiraron el aire húmedo,
vivificante. Aparté el tronco, levanté a la muchacha y la llevé hasta una
lengua de tierra firme cubierta de pasto, al borde del pantano.
La coloqué sobre la hierba. A unos cien
metros comenzaba un campo amarillo de Sa-Tarna y un monte colorido de árboles
de Ka-la-na. Agotado, me senté junto a la joven y sonreí para mis adentros. La
orgullosa hija del Ubar con sus vestimentas de fiesta apestaba a pantano y
sudor.
—Has vuelto a salvarme la vida —me dijo.
Asentí con la cabeza.
—Y ahora, ¿hemos salido del pantano?
—preguntó.
Volví a asentir.
Esto parecía gustarle. Con un movimiento
que no guardaba ninguna relación con sus ropajes de fiesta, se reclinó hacia
atrás y miró el cielo. Indudablemente estaba tan agotada como yo. Además era
una muchacha. Sentí lástima.
—Por favor —dijo.
—¿Qué quieres? —pregunté.
—Tengo hambre.
—Yo también —dije y me reí—. Ahí hay unos
árboles de Ka-la-na. Quédate aquí; traeré algunas frutas.
—No, iré contigo, si me lo permites.
La repentina sumisión me sorprendió, pero recordé
sus gestos en el pantano.
—Por supuesto que me gusta que me
acompañes.
La tomé del brazo, pero ella retrocedió.
—Como me he sometido —dijo—, debo ir detrás de ti.
—No digas tonterías —repliqué—. Ven, camina
a mi lado.
Pero ella bajó la cabeza tímidamente. —Eso
no está permitido.
—Como quieras —dije riendo, y me puse en
movimiento. Ella me siguió apocada, o así me lo pareció al menos.
Ya casi habíamos llegado hasta los árboles
de Ka-la-na cuando percibí un leve crujido de brocado detrás de mí. Me di la
vuelta ¡justo a tiempo! Con un brusco movimiento logré asir su mano que
empuñaba un largo y fino puñal. Gritó enfurecida cuando le quité el arma.
—¡Animal! —aullé rabioso— ¡Eres un animal
sucio, maloliente, desagradecido!
Sentí la tentación de traspasarle el pecho
con el puñal. Furioso, lo coloqué finalmente en el cinto.
—Te has sometido —dije.
A pesar de que yo la sostenía firmemente y
de que esto debía dolerle, la hija de Marlenus se irguió delante de mí y dijo
con arrogancia: —¡Eres un tharlarión! ¿Acaso crees que la hija del Ubar de todo
Gor se sometería a alguien como tú?
Cruelmente la empujé hasta ver arrodillada
a esa muchacha sucia y orgullosa.
—Pues tú te has sometido —repliqué.
Me maldijo y en sus verdes ojos brilló el
odio. —¿Es así como tratas a la hija de un Ubar? —gritó.
—¡Yo te mostraré cómo trato a la mujer más
traicionera de todo Gor! —exclamé—, y la solté. Con ambas manos arranqué el
velo de su rostro, la así por el pelo y la arrastré detrás de mí, como si fuera
una vulgar muchacha de las tabernas o una prostituta de campamento, hasta la
sombra de los árboles de Ka-la-na. Una espléndida cascada de cabellos negros
enmarcó su rostro, oscura como las alas de mi tarn. Una maravillosa piel color
oliva bordeaba los ojos verdes; su rostro resplandecía con una belleza que me
quitaba el aliento. Sólo su boca estaba desfigurada por la rabia. —Me alegra
—dije— ver el rostro de mi enemigo.
La dejé caer sobre la hierba, e
increíblemente toda mi rabia se esfumó. Enfurecido, la había arrastrado hasta
la sombra de los árboles; de acuerdo con todas las normas de este mundo me
pertenecía. Y sin embargo la vi nuevamente como a una joven, una beldad de
quien no se debía abusar.
—Naturalmente entenderás —le dije— que ya
no puedo confiar en ti.
—Por supuesto que no —dijo— Yo soy tu
enemigo. Y no temo a la muerte.
—Desvístete —ordené.
—¡No! —gritó, y retrocedió. Se arrodilló
delante de mí, colocando su cabeza sobre mis pies— La hija de un Ubar te pide
de todo corazón: atraviésame con tu espada. ¡Pronto!
Reí estrepitosamente. La hija del Ubar
tenía miedo de que yo la violara, yo, un soldado común. Pero tuve que
confesarme, avergonzado, que hacía un instante había pensado en eso, cuando la
arrastraba hacia los árboles, pero el encanto de su belleza me había disuadido
de humillarla. Me avergoncé y decidí que no habría de ocurrirle ningún daño a
esa muchacha, aunque era maligna y traicionera como un tharlarión.
—No te violaré —dije— Tampoco he de
matarte.
Alzó la cabeza y me examinó sorprendida. A
continuación se levantó y me miró despectivamente.
—Si fueras un guerrero auténtico, ya me
hubieras tomado sobre el lomo de tu tarn, en medio de las nubes, y hubieras
arrojado mis ropas a las calles de Ar, para mostrarle a mi gente qué había sido
de la hija de su Ubar.
Por lo visto creía que yo tenía miedo de
dañarla y que como hija de un Ubar se encontraba por encima de los peligros de
un cautiverio.
—Desvístete —repetí— Tengo que ver si
llevas más armas.
—Ningún hombre puede ver a la hija del Ubar
desnuda— respondió.
—Desvístete ahora mismo —le dije— o me
encargaré de hacerlo yo.
Furiosa, comenzó a desabrocharse sus
pesadas vestiduras.
Apenas había comenzado a hacerlo cuando sus
ojos, de repente, brillaron triunfantes y dejó escapar un grito de alegría.
—¡No te muevas! —dijo una voz detrás de mí—
Tienes una ballesta a tus espaldas.
—Bien hecho, hombres de Ar —exclamó la hija
del Ubar.
Me volví lentamente con las manos
extendidas y me vi frente a dos soldados de infantería de Ar. Uno de ellos era
un oficial; el otro, un soldado raso, que me apuntaba con su ballesta. A tan
corta distancia difícilmente podía errarme.
El oficial, un hombre grande, cuyo casco
mostraba señales de lucha, se acercó precavidamente con la espada desenvainada
y me desarmó. Sonrió al contemplar la marca sobre el puño de la daga. Puso el
arma en su cinturón y me colocó unas esposas. Después se dirigió a la joven:
—¿Tú eres Talena, la hija de Marlenus?
—preguntó, y golpeó el puño de la daga.
—¿No ves acaso que llevo las vestiduras de
la hija del Ubar? —dijo la muchacha—, sin reparar mayormente en el oficial. Se
colocó delante de mí, me dirigió una mirada triunfante. Me escupió en la cara y
me golpeó con todas sus fuerzas. Mis mejillas ardían.
—¿Eres Talena? —volvió a preguntar el
oficial.
—Sí, soy Talena, héroes de Ar —respondió la
joven con orgullo y se volvió hacia ellos— Soy Talena, la hija de Marlenus,
Ubar de todo Gor.
—Pues bien —dijo el oficial dirigiéndose a
su subordinado—, desvístela y encadénala como esclava.