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—Los buitres llegan y caen sobre los
tarnsmanes heridos —exclamó.
No le respondí, pues sabía que en último
término yo era el responsable de esa concentración. Había robado la Piedra del Hogar de Ar y
provocado de ese modo la caída de Marlenus, por cuya huida, a su vez, se había
desencadenado el caos.
Talena se inclinó hacia atrás
convulsionada. Estaba llorando.
Si hubiera estado en mi poder modificar el
pasado, en ese instante, habría deseado no haber robado nunca la Piedra del Hogar.
Ese día no acampamos a la hora
acostumbrada, sino que tratamos de llegar hasta la gran ciudad de carpas antes
del anochecer. En esos últimos pasang, los guardias de la caravana, así como
yo, nos ganamos la paga, ya que fuimos atacados en varias oportunidades; en la
última de ellas por una docena de tarnsmanes, que querían apoderarse de nuestro
carromato repleto de armas. Pero fueron repelidos por una descarga de flechas
de ballesta y se vieron obligados a emprender la retirada.
Esa noche llevamos la caravana a un lugar
cercado, preparado especialmente para Mintar por Pa-Kur, Jefe de los Asesinos.
Pa-Kur era el Ubar de esa enorme y desorganizada horda de guerreros. La
caravana fue puesta a buen recaudo; en pocas horas debían comenzar los
negocios. El campamento esperaba de forma urgente la llegada de la caravana y
las mercancías se venderían a buen precio.
Mi plan, según se lo expliqué a Talena, era
sencillo. Me proponía adquirir un tarn, si es que podía pagarlo; en caso
contrario, trataría de robar el animal. Y entonces huiríamos a Ko-ro-ba. Podría
ser una empresa arriesgada, pero era preferible a cruzar el Vosk en un bote y
continuar la marcha a pie o montados sobre un tharlarión.
Talena parecía abatida y presentaba un
extraño contraste con la vivacidad de los últimos días: —¿Qué será de mí en
Ko-ro-ba? —preguntó.
—No lo sé —dije y sonreí—. Quizá podrías
convertirte en una esclava de las tabernas.
Sonrió amargamente: —No, Tarl de Bristol
—dijo—. Presumiblemente seré empalada, porque soy y seguiré siendo la hija de
Marlenus.
Me callé, pero estaba decidido a no vivir
sin ella. En el caso de que en Ko-ro-ba la esperara semejante destino, yo
deseaba morir con ella.
Talena se levantó: —Esta noche —dijo—
beberemos vino.
Era una expresión goreana con la cual se
dejaba en manos de los Reyes Sacerdotes los acontecimientos futuros.
—Bebamos vino —dije.
Esa noche llevé a Talena conmigo a la
ciudad de las carpas, y a la luz de las antorchas caminamos tomados del brazo a
través de las calles animadas. Allí no sólo había guerreros y tarnsmanes, sino
también mercaderes y campesinos, mujeres del campamento y esclavos. Fascinada,
Talena se aferraba a mi brazo. En una carpa contemplamos a un gigante de piel
bronceada, que parecía tragar bolas de fuego; en la próxima, un mercader
ofrecía sus telas de seda, y en la tercera, muchachas esclavas se movían y
bailaban mientras su dueño proclamaba su precio de alquiler.
—Quisiera ver el mercado —dijo Talena con
vehemencia, y yo sabía a qué mercado se refería. De mala gana la llevé a la
gran carpa de seda azul y amarilla. Nos abrimos paso entre los cuerpos calientes
y malolientes de los compradores, hasta que finalmente nos situamos bastante
adelante. Talena observaba excitada cómo allí arriba una muchacha después de
otra era colocada sobre un gran bloque redondo de madera y era vendida.
—Es hermosa —decía Talena, cuando el
subastador desataba la cinta del sencillo manto que cubría a la joven y éste
caía al suelo. En el caso de otras muchachas resoplaba despectivamente. Conocía
a algunas de las esclavas de la caravana y parecía tener sus amigas y enemigas.
Con sorpresa vi que las muchachas parecían
alegrarse ante la perspectiva de la venta, y mostraban audazmente sus encantos,
tratando de superar a su predecesora. Naturalmente resultaba mucho más
agradable ser vendida a un precio elevado y tener la certeza de que el futuro
dueño sería un hombre adinerado. En consecuencia, las muchachas hacían todo lo
posible para despertar el interés del comprador. Talena, al igual que los demás
espectadores, no parecía sentir que ese comercio tuviera nada de abyecto. La
esclavitud era una parte aceptada de la vida goreana.
De repente distinguí entre el público a una
figura grande y sombría, sentada sobre un elevado trono de madera, rodeada de
tarnsmanes. Llevaba el casco oscuro de la Casta de los Asesinos. Agarré a Talena del brazo
y, contrariando sus deseos, la empujé a través de la multitud hasta que nos
encontramos fuera de la carpa.
Compramos una botella de vino de Ka-la-na y
lo bebimos, mientras recorríamos las calles. Talena me pidió que le diera un
décimo de discotarn. Comportándose como una niña, se dirigió hasta uno de los
puestos y me pidió que le volviera la espalda. Después de algunos minutos
regresó con un pequeño paquete en la mano. Me devolvió el dinero sobrante y se
apoyó en mi hombro, diciéndome que se sentía cansada. Volvimos a nuestra carpa.
Kazrak no estaba y supuse que no regresaría esa noche.
Talena se retiró detrás de su cortina de
seda y yo encendí el fuego en el centro de la carpa. Todavía no me sentía
cansado. No podía olvidar al hombre sobre el trono, al hombre del casco negro,
y casi temía que me hubiera visto y que ya hubiera tomado sus medidas. Sentado
sobre la blanda alfombra revolvía pensativamente la fogata. Desde una carpa
vecina se oía música de flautas, así como un leve tamborileo y el rítmico
sonido de un timbal.
Me encontraba sumido en mis pensamientos,
cuando Talena apareció por detrás de la cortina de seda. Yo creía que se había
acostado. En lugar de ello se había puesto un vestido de baile de seda
transparente y se había pintado los labios. Me sentí marcado por la intensa
fragancia de su perfume. De sus tobillos color oliva colgaban diminutas
campanas de baile. En el pulgar e índice de cada mano había sujetado diminutos
címbalos. Dobló un poco sus rodillas y alzó graciosamente las manos por encima
de la cabeza. Los címbalos de sus dedos comenzaron a sonar, y entonces Talena,
la hija del, Ubar de Ar, empezó a bailar para mí.
Se movía lentamente delante de mí y
preguntó en voz baja: —¿Te gusto, señor? —No escuché nada de ironía ni de
desprecio en su voz.
—Sí, —dije, sin hacer caso del título por
el cual me llamaba.
Se detuvo un instante y se colocó a un
costado. Parecía titubear. Luego, con un movimiento rápido, levantó el látigo y
la cadena de los esclavos. Se arrodilló delante de mí, no en la posición de una
esclava de torre, sino de una esclava de placer.
—Si lo deseas, bailaré para ti el baile del
látigo.
Arrojé lejos de mí el látigo y la cadena:
—No —exclamé con enojo.
—Entonces te enseñaré un baile de amor
—dijo feliz—. Lo he aprendido en los Jardines Elevados de Ar.
—Eso sí que me gustaría —respondí—. Talena
me mostró el magnífico baile de la pasión, tal y como se bailaba en Ar.
Durante varios minutos bailó delante de mí;
sus rojas vestiduras resplandecían a la luz de las llamas y sus pies descalzos
se movían suavemente sobre la alfombra. Con un último tintineo de los címbalos
en sus dedos cayó al suelo delante de mí, jadeante, el deseo reflejado en sus
ojos. Enseguida estuve a su lado y la tomé en mis brazos. El corazón le latía violentamente.
Me miró a los ojos, sus labios temblaban.
—Deja que traigan el hierro —dijo— Quiero
ser tuya, señor.
—No, Talena —dije y la besé.
—Quiero pertenecerte —gimió—. Quiero
pertenecerte por completo, de todas las maneras posibles. Quiero tener tu marca
de fuego, Tarl de Bristol. ¿Acaso no lo entiendes? Quiero ser tu esclava.
Tomé su collar de esclava, abrí la
cerradura y lo arrojé a un lado:
—Eres libre, mi amor —susurré— ¡Siempre
libre!
Talena sacudió la cabeza; sollozaba: —No
—dijo—. Soy tu esclava. —Excitada se aferró a mí: —Soy tuya —susurró—. Tómame.
Un estrépito repentino me sobresaltó: unos
tarnsmanes irrumpían en la carpa. Durante una fracción de segundo pude ver
todavía un asta de lanza dirigida hacia mi cara. Oí gritar a Talena. Hubo un
súbito resplandor y luego reinó la oscuridad.