
Saludé desde mi tarn a Tarl el Viejo y a mi
padre, tiré de la primera rienda y de inmediato comencé a volar. Dejé atrás la
torre y las diminutas figuras humanas que se encontraban en ella. Solté la
cuarta rienda y tiré de la sexta, marcando de este modo la dirección hacia Ar.
Cuando pasé el cilindro en el que Torm guardaba sus rollos escritos, creí ver
al pequeño escriba de pie junto a su ventana ensanchada Alzó un brazo azul en
señal de saludo. Daba una impresión de tristeza. Respondí a su saludo y volví
la espalda a Ko-ro-ba. Poco quedaba de la excitación que había sentido al
realizar mi primer vuelo. Estaba preocupado y molesto por ciertos aspectos
desagradables de la misión que me esperaba. Pensé en la muchacha inocente,
sentada delante de mí, en estado inconsciente.
¡Cuán sorprendido me había sentido cuando
Sana apareció en la pequeña habitación junto a la sala de reuniones! Se había
arrodillado delante de mi padre, que me explicó el plan del Consejo.
El poder de Marlenus —o al menos gran parte
de su poder— se basaba en el mito de la victoria que lo rodeaba como un manto
mágico, y parecía atraer milagrosamente a los soldados y habitantes de su
ciudad. No habiendo sido vencido en ninguna batalla, en su condición de Ubar de
todos los Ubares, se había resistido audazmente a devolver su título. Esto
había ocurrido hacía unos doce años, al finalizar una guerra de menor
importancia en los valles. Sus hombres continuaron jurándole lealtad, y no lo
habían abandonado a la suerte normalmente deparada a un Ubar demasiado
ambicioso. Los soldados y el Consejo de su ciudad habían cedido a sus amenazas
y promesas; deseaba colmar a Ar de poder y riquezas.
En realidad, parecía que habían colocado su
confianza en el hombre indicado. Ar no era una ciudad sitiada, aislada, a la
manera de muchas en Gor, sino una metrópoli, en la que se conservaban las
Piedras del Hogar de numerosas ciudades que hasta hacía poco habían sido
libres. Existía un Imperio de Ar, un estado vigoroso, arrogante, aguerrido, que
estaba interesado muy a las claras en aniquilar a sus enemigos y extender más y
más su hegemonía política a través de las llanuras, montañas y desiertos de
Gor.
No podía pasar ya mucho tiempo sin que
también Ko-ro-ba tuviera que enviar su relativamente reducido poder bélico
compuesto de tarnsmanes, contra el Imperio de Ar. Mi padre, en su calidad de
administrador de Ko-ro-ba, había intentado formar una alianza contra Ar, pero
las Ciudades Libres se habían opuesto a ello, llenas de orgullo y desconfianza;
temían verse afectadas en su propia zona de influencia. Habían llegado al
extremo de expulsar a los enviados de mi padre a latigazos, como a esclavos, de
sus salas de Consejo, una ofensa que normalmente hubiera desencadenado una
guerra. Pero mi padre sabía que un conflicto entre las Ciudades Libres era
precisamente lo que Marlenus deseaba: era, pues, preferible que se considerara
a Ko-ro-ba una ciudad poblada por cobardes. Pero sí ahora se lograba robar la Piedra del Hogar de Ar,
símbolo y núcleo del Imperio, podría destruirse también el poder mágico de
Marlenus. Se convertiría en objeto de escarnio y sus propios hombres
desconfiarían de él, un jefe que había perdido su Piedra del Hogar. Podría
considerarse un hombre de suerte si no era empalado públicamente.
La joven que estaba sentada delante de mí
comenzó a moverse; el efecto de la droga iba desapareciendo. Se quejó en voz
baja y se reclinó en la silla. Al partir le había soltado las ataduras de sus
pies y manos y sólo le había dejado el ancho cinto que la sostenía sobre el
lomo del tarn. No me proponía cumplir con el plan del Consejo hasta los últimos
detalles —por lo menos no en lo que concernía a esa muchacha, a pesar de que se
había hecho cargo de su papel y sabía que no saldría con vida de esa empresa—.
Apenas sabía de ella algo más que su nombre —Sana— y que era una esclava de la
ciudad de Thentis.
Tarl el Viejo me había contado que Thentis
era conocida por sus bandadas de tarns y que el nombre procedía de las montañas
que la rodeaban. Guerreros de Ar habían asaltado en cierta oportunidad las
bandadas de tarns y las torres exteriores de Thentis y en esa ocasión se habían
apoderado de la muchacha. El día de la fiesta del amor había sido vendida en Ar
y la había comprado un agente de mi padre. Ese hombre tenía el encargo de
adquirir, de acuerdo con el plan del Consejo, una muchacha dispuesta a dar su
vida para llevar a cabo la venganza contra la ciudad de Ar.
La joven me daba lástima. Había sufrido
mucho e indudablemente no pertenecía a la misma especie que las jóvenes de la
taberna; seguramente no le había resultado fácil vivir como esclava. De algún
modo yo sentía que, a pesar de su collar de esclava, era un ser libre —ya desde
el instante mismo en que mi padre le había ordenado que se sometiera a mí y me
aceptara como su nuevo amo—. En esa oportunidad se había levantado, había
atravesado la habitación hasta llegar al lugar donde yo me encontraba y se
había arrodillado delante de mí; al hacerlo bajó la cabeza y me ofreció las
manos con los antebrazos cruzados, No se me escapó el sentido ritual de este
gesto: me ofrecía sus muñecas como indicándome que la encadenara. Su papel en
el plan era sencillo, pero mortal.
En Ar, por ejemplo, un miembro de la Casta de los Constructores
sube temprano por la mañana al techo, donde se guarda la Piedra del Hogar, y coloca
delante de ella un símbolo primitivo de su profesión, un rectángulo de metal, y
reza a los Reyes Sacerdotes rogándoles bienestar para su casta en el próximo
año; a continuación un Guerrero coloca sus armas delante de la piedra, seguido
por representantes de las otras castas. Es parte importante de esta ceremonia
que los guardias de la Piedra
del Hogar se retiren al interior del cilindro, mientras los representantes de
las castas elevadas cumplen con el ritual. Se dice que el suplicante respectivo
debe quedar solo con los Reyes Sacerdotes.
Como culminación de la fiesta vegetal en
Ar, y muy importante para el plan del Consejo de Ko-ro-ba, un miembro de la
familia del Ubar asciende al techo de noche, bajo las tres lunas llenas, con
las cuales se relaciona la fiesta. Arroja granos de cereal sobre la Piedra y la rocía con
algunas gotas de una bebida roja semejante al vino, que se extrae del fruto del
árbol llamado Ka-la-na. El miembro de la familia del Ubar reza entonces a los
Reyes Sacerdotes y les pide una abundante cosecha. Luego regresa al interior
del cilindro, después de lo cual los guardias de la Piedra del Hogar vuelven a
ocupar su puesto.
Ese año el honor del sacrificio de los
granos le correspondía a la hija del Ubar. Yo no sabía nada de ella, sólo que
se llamaba Talena, que era considerada una de las beldades de Ar y que yo debía
matarla.
De acuerdo con el plan del Consejo de
Ko-ro-ba, yo debía aterrizar en el instante del sacrificio, alrededor de la
vigésima hora goreana —equivalente a nuestra medianoche— sobre el techo del
cilindro más elevado de Ar, debía matar a la hija del Ubar y llevarme su cuerpo
y la Piedra
del Hogar. Tenía que arrojar a la muchacha a la zona pantanosa, al norte de Ar
y llevar la Piedra
a Ko-ro-ba. Sana, la joven que se encontraba delante de mí en la silla, tendría
que ponerse las pesadas vestiduras y velos de la muerta y regresar, en su
lugar, al interior del cilindro. Probablemente pasarían algunos minutos antes
de que se descubriera su identidad y entonces debía tomar el veneno que le
había sido suministrado por el Consejo.
Dos muchachas tenían que morir esa noche,
con el único fin de que yo pudiera huir con la Piedra del Hogar antes de
que cundiera la alarma. Sabía que no llevaría a cabo ese plan. Abruptamente
cambié de rumbo y conduje mi tarn hacia la reluciente cordillera azul. Sana se
quejó, se sacudió y sus manos palparon inseguras la capucha de esclava que
cubría su cabeza.
Le ayudé a quitarse el gorro y me sentí
encantado cuando su largo cabello rubio, agitado por el viento, rozó mi
mejilla. Lo coloqué dentro de la bolsa de mi silla de montar y la contemplé
admirado, no sólo por su belleza, sino también por su evidente intrepidez.
Cualquier joven normal hubiera tenido motivos para mostrarse asustada: la
altura a que nos encontrábamos, el animal salvaje que montaba, y la perspectiva
del destino terrible que la esperaba al final de ese vuelo. Pero se trataba de
una joven de Thentis, la ciudad rodeada de montañas; allí las muchachas no se
asustaban con tanta facilidad.
Sana no se dio la vuelta, sino que observó
sus muñecas y las frotó cuidadosamente.
—Me has desatado —dijo—, y me has quitado
el gorro. ¿Por qué?
—Pensé que te sentirías más cómoda
—respondí.
—Tratas a una esclava con mucha
consideración. Te lo agradezco.
—¿Será posible que no sientas miedo? Te lo
pregunto pensando en el tarn; seguramente ya habrás montado alguna vez un tarn.
Yo sentí mucho miedo al hacerlo por primera vez.
La joven volvió el rostro desconcertada.
—Las mujeres pocas veces pueden montar sobre el lomo de un tarn —dijo— Pueden
hacerlo en una canasta, pero no como un guerrero —de repente se calló—. Dijiste
que sentiste miedo —agregó después.
—Y es verdad —reí, y recordé la excitación
y el extraño cosquilleo del peligro.
—¿Por qué le dices a una esclava que
sentiste miedo?
—Pues, no lo sé —respondí— Lo que sí sé es
que sentí miedo.
Volvió a mirar hacia adelante. —Yo ya había
montado una vez sobre el lomo de un tarn —dijo amargamente—. Encadenada a una
silla, rumbo a Ar, donde fui vendida.
—Contempló el horizonte y de repente se
puso tensa: —Este no es el camino a Ar —exclamó.
—Ya lo sé —dije.
—¿Qué haces? —se volvió hacia mí y me miró
sumamente sorprendida— ¿Adónde vuelas, señor?
La palabra “señor” me confundió, aunque la
utilizaba adecuadamente, ya que la muchacha era efectivamente de mi propiedad.
—No me llames “señor” —dije.
—Pero tú eres mi dueño —respondió.
Saqué de mi túnica la llave del collar de
Sana. Abrí la cerradura del aro de acero, lo arranqué de su cuello y lo arrojé
a las profundidades.
—Eres libre —le dije—. Estamos volando
hacia Thentis.
Se puso rígida y sus manos palparon
incrédulas el cuello desnudo. —¿Por qué? —preguntó— ¿Por qué?
¿Cómo habría de responderle? ¿Que yo
procedía de otro mundo, y estaba decidido a no aceptar todo lo que en Gor se
daba por supuesto, que ella no me había resultado indiferente en su desamparo,
que simplemente no podía verla como un instrumento del Consejo, sino sólo como
a una muchacha joven, llena de vida, una muchacha que no debía ser sacrificada
en un juego político…?
—Tengo mis razones —dije—, pero no sé si
las entenderías.
—Mi padre y mis hermanos te recompensarán.
—No —respondí.
—Si así lo deseas tienen que entregarme a
ti sin que les pagues nada.
—El vuelo a Thentis es largo —dije.
Sana respondió orgullosa: —Mi precio de
novia correspondería a cien tarns.
Silbé por lo bajo, mi antigua esclava me
hubiera costado mucho. Con mi sueldo de guerrero no hubiera podido permitirme
semejante lujo.
—Si quieres aterrizar —dijo Sana, que
evidentemente deseaba indemnizarme de alguna manera—, yo estoy dispuesta.
—¿Quieres disminuir el valor del regalo que
te hago? —pregunté.
Reflexionó un instante y me besó suavemente
en los labios. —No, Tarl de Ko-ro-ba —dijo—, pero tú sabes que siento cariño
por ti.
Me di cuenta de que me había hablado como
mujer libre, al llamarme por mi nombre. La abracé tratando de protegerla del
soplo fresco del viento.
Más tarde la dejé sobre una torre en
Thentis, la besé una vez más y aparté sus brazos de mi cuello. Sana lloraba.
Hice ascender el tarn y saludé a la pequeña figura que todavía vestía la túnica
rayada de esclava. Había levantado su brazo blanco, y sus rubios cabellos
ondeaban agitados por el viento que barría el techo de la torre.
Tomé el rumbo de Ar
Al cruzar el Vosk, aquel poderoso río de
unos cuarenta pasang de ancho, que constituye el límite de Ar y desemboca en el
Golfo de Tamber, tomé conciencia de que finalmente había llegado al Imperio de
Ar. Sana había insistido en darme la cápsula de veneno que el Consejo le había
suministrado para su propio uso, pero no quise conservarla y la había tirado.
Era una tentación a la que no quería sucumbir. Si la muerte fuera tan fácil,
quizás la vida no me importaría tanto, aunque, tal vez, llegara un momento en
que me arrepintiera de esa decisión.
Pasaron tres días hasta que llegué a la
ciudad de Ar. Poco después de cruzar el Vosk había descendido y había acampado.
Desde ese momento sólo viajaba de noche; durante el día soltaba a mi tarn, que
podía alimentarse a su gusto.
El primer día descansé a la sombra de una
pequeña arboleda, una de las muchas que se encuentran en la región limítrofe de
Ar. Dormí, comí de mis raciones, me ejercité con mis armas y traté de
mantenerme ágil —a pesar de los esfuerzos que significaban los largos viajes en
tarn—. Pero me aburría. Al principio hasta el paisaje resultaba deprimente, ya
que los habitantes de Ar habían devastado una zona de unos trescientos pasang
para delimitar su imperio; habían talado árboles frutales, cegado pozos de agua
y arrojado sal sobre zonas fértiles. Por razones militares, a Ar se la había
rodeado de un muro invisible, un cinturón descolorido, que difícilmente podría
ser atravesado por peatones.
El segundo día tuve más suerte; acampé en
una llanura cubierta de pasto, donde crecían algunos árboles Ka-la-na. Durante
la noche había volado por encima de campos de cereales, que brillaban con un
color amarillo plateado a la luz de las tres lunas. A lo largo de mi vuelo me
orientaba gracias a la aguja reluciente de mi brújula goreana, que siempre
señalaba en dirección a las Montañas Sardar, la fortaleza de los Reyes
Sacerdotes. A veces también dirigía a mi tarn hacia las estrellas, las mismas
estrellas fijas que ya había visto desde otro ángulo en las montañas de New
Hampshire.
El tercer día acampé en el bosque pantanoso
que limita la ciudad de Ar por el norte. Elegí esa región porque es la menos
poblada en las inmediaciones de Ar. Durante la última noche había visto
demasiados fuegos en los poblados, y en dos oportunidades había oído los
silbatos de tarn de patrullas cercanas, que constaban, cada una de ellas, de
tres guerreros. Pensé en la posibilidad de abandonar el proyecto, de expulsarme
yo mismo de la sociedad como un desertor. Quería evadirme de ese plan
descabellado.
Pero una hora antes de la medianoche del
día en que se celebraba la fiesta vegetal de Sa-Tarna, volví a montar en mi
tarn, tiré de la primera rienda y me elevé por encima de los árboles frondosos
del bosque pantanoso. En el mismo instante escuché el grito ronco de un jefe de
patrullas: —¡Ahí está! ¡Ya lo tenemos!
Habían perseguido a mi tarn mientras volaba
en busca de alimentos. A continuación, tres guerreros de Ar se acercaron desde
diferentes direcciones. Evidentemente no tenían el propósito de prenderme,
porque un instante después del grito un pivote de ballesta pasó por encima de
mi cabeza. Antes de que pudiera reponerme, apareció delante de mí una oscura
sombra alada y, a la luz de las tres lunas, distinguí a un guerrero sobre un
tarn que trataba de alcanzarme con una lanza.
Con seguridad hubiera dado en el blanco, si
en ese instante mi tarn no se hubiera apartado bruscamente hacia la izquierda;
al hacerlo faltó poco para que chocara con otro, con su jinete a cuestas. Éste
disparó un pivote de ballesta, que golpeó ruidosamente la bolsa de mi silla de
montar. El tercer guerrero se acercó por detrás. Me di la vuelta, alcé el
aguijón de tarn, sujeto alrededor de mi muñeca y traté de defenderme contra la
espada. Espada y aguijón entrechocaron con estrépito, y una lluvia de chispas
amarillas voló en todas direcciones. De alguna manera, sin darme cuenta, había
conectado el instrumento. Mi tarn y el del agresor retrocedieron
instintivamente ante la descarga y, sin proponérmelo, pude contar con un breve
respiro.
Con rapidez saqué mi arco del lazo, preparé
una flecha e hice girar repentinamente a mi tarn. El primero de mis perseguidores
no había contado, tal vez, con esta maniobra, sino que se había preparado para
darme caza. Cuando pasé a su lado, vi sus ojos desencajados a través de la “Y”
de su casco, ya que debía reconocer que a tan corta distancia era imposible que
yo errara el blanco. Vi cómo de repente se puso rígido sobre la silla y pude
divisar a su tarn que se alejaba, emitiendo chillidos.
Ahora los otros dos hombres de la patrulla
esperaban una oportunidad para el ataque. Se acercaron montados sobre sus
tarns, a unos cinco metros de distancia uno del otro, y trataron de meterme
dentro de una especie de pinza. Se proponían levantarle las alas al mío y
aprovechar el momento en que yo me encontrara completamente desvalido.
No me quedaba tiempo para reflexionar, pero
al instante advertí que blandía la espada y había colocado el aguijón de tarn
en el cinturón. Cuando chocamos en el aire, tiré violentamente de la primera
rienda y puse en juego las garras reforzadas de acero de mi tarn de combate. Y
hasta el día de hoy les estoy agradecido a los criadores de tarns de Ko-ro-ba
por el cuidadoso entrenamiento a que sometieron a mi magnífica ave. Quizá
también debería alabar el espíritu de lucha de mi gigante alado, a quien Tarl
el Viejo había llamado el tarn entre los tarns. El pico y las garras se
movieron bruscamente hacia adelante y con un chillido ensordecedor, mi tarn se
arrojó sobre las otras dos aves.
Mi espada chocó con la del guerrero que se
hallaba más próximo; la lucha no duraría más que unos pocos segundos. De repente,
advertí que uno de los tarns enemigos comenzaba a desplomarse, mientras batía
violentamente las alas. El otro guerrero hizo girar a su animal, como si
pretendiera volver a atacarme, pero en ese instante debió de haberse dado
cuenta de que ahora su deber consistía en llamar a rebato. Irrumpió en un grito
rabioso, giró y se alejó velozmente en dirección a las luces de la ciudad.
El guerrero estaba seguro de que no lo
alcanzaría, pero yo conocía a mi tarn. Le aflojé las riendas y lo aguijoneé.
Cuando nos acercarnos al guerrero en fuga, preparé una segunda flecha. Como no
me proponía matarlo, apunté al ala de su tarn, el cual se volvió y comenzó a
ocuparse de su ala herida. El guerrero ya no lograba mantener a su ave bajo
control, y vi cómo el tarn iba cayendo lentamente, en torpes movimientos
giratorios.
Volví a tirar de la primera rienda y cuando
ya habíamos alcanzado una altura adecuada, tomamos nuevamente el rumbo de Ar.
Quería volar por encima de las patrullas comunes. Al acercarme a la ciudad, me
incliné sobre el cuello del ave, con la esperanza de que lo tomaran por un tarn
salvaje que volara a gran altura por encima de la ciudad.
La ciudad de Ar debía constar de más de
cien mil cilindros adornados con luces por la fiesta vegetal. No puse en duda
el hecho de que Ar fuera la ciudad más grande de todo el planeta, al menos de
lo que se conocía de Gor. Era grandiosa y bella, un digno marco para la joya
del imperio —una joya que se había convertido en la tentación del Ubar, el
victorioso Marlenus— Y en algún lugar allí abajo, en medio de una impresionante
claridad, se encontraba una piedra insignificante, la Piedra del Hogar de esa
gran ciudad, y yo debía apoderarme de ella.