
—No me lo preguntes a mí —dije.
—¡Pues mira! —exclamó desesperado, e hizo
un gesto de desconsuelo. En todo Gor no había visto una habitación tan
desordenada. La ancha mesa de madera estaba cubierta de papeles y tinteros; el
suelo, hasta el último centímetro cuadrado, estaba lleno de rollos, y otros,
cientos quizá, se hallaban apilados sobre estantes. Una de las ventanas había
sido agrandada violentamente, y yo me imaginaba a Torm con un martillo,
golpeando iracundo la pared para obtener más luz para su trabajo. Debajo de la
mesa había un brasero con carbones ardientes que le calentaban los pies,
peligrosamente cerca de sus rollos eruditos.
Torm era de complexión endeble y solía
recordarme a un pájaro enojado, cuya ocupación preferida consistiera en
insultar a las ardillas. Los goreanos a quienes había llegado a conocer hasta
ahora, se vestían siempre con pulcritud, pero Torm evidentemente tenía otras
cosas más importantes que hacer. Entre ellas se contaba también, en apariencia,
instruir a seres que, como yo, no tenían idea de nada.
A pesar de su excentricidad, me sentía
atraído hacia este hombre. Percibía en él algo que despertaba mi admiración: un
espíritu inteligente y amable, sentido del humor y amor por el estudio, uno de
los sentimientos más profundos y sinceros que pueden existir. Este amor por sus
rollos y por los hombres que los habían escrito hacía siglos era lo que en
realidad más me impresionaba. Podría parecer increíble, pero para mí era el
hombre más docto en la ciudad de los cilindros.
Torm, irritado, se abrió paso entre uno de
los enormes montones de papel, tomó finalmente, apoyándose sobre sus manos y
rodillas, un rollo pequeño y delgado y lo colocó en el dispositivo para la
lectura, un marco metálico con rollos de ambos lados.
—¡Al-Ka! —exclamó, al tiempo que señalaba
un signo con un dedo largo e imperioso— Al-ka.
—Al-Ka —repetí.
Nos miramos y comenzamos a reímos. Una
lágrima de alegría le rodó a Torm por la nariz. Sus ojos, de un azul claro,
centelleaban.
Y así empecé a aprender el alfabeto goreano.
Las semanas siguientes me depararon
bastante trabajo, sólo interrumpidas por pausas para el descanso cuidadosamente
calculadas. En un primer momento, mis maestros fueron mi padre y Torm, pero
cuando empecé a familiarizarme con el idioma, se sumaron varios otros que me
impartían enseñanzas sobre diversos temas. Torm, en realidad, sólo había
aprendido el inglés como práctica y diversión, ya que no se hablaba en ninguna
parte del planeta; evidentemente le gustaba expresar sus pensamientos en un
idioma totalmente extraño.
Mi formación abarcaba, junto al saber
intelectual, el conocimiento de las armas y el uso de otros numerosos
instrumentos, tan familiares a los goreanos como entre nosotros son las
calculadoras y las balanzas.
Uno de los aparatos más interesantes era el
traductor, que se podía adaptar a diferentes idiomas. A pesar de que en Gor
parecía existir un idioma principal conocido por todos, que tenía varios
dialectos y lenguas secundarias, existían algunos idiomas que para mí no
sonaban en absoluto como tales; me parecían más bien gritos de aves y animales
de rapiña. El traductor me resultó, pues, muy útil.
Fue una grata sorpresa que mi padre hubiera
adaptado uno de esos aparatos al idioma inglés: circunstancia muy favorable
para mi estudio de idiomas. Para alivio de Torm yo también podía arreglármelas
solo con el aparato, que además era una maravilla por sus reducidas
dimensiones. Del tamaño aproximado al de una máquina de escribir portátil,
podía ser adaptado a cuatro idiomas no goreanos. Naturalmente, las traducciones
resultan muy literales y el vocabulario está limitado a unas veinticinco mil
equivalencias para cada idioma. Por esta razón la máquina no era muy apropiada
para una comunicación fluida.
Torm me había explicado escuetamente:
—Debes ocuparte de la historia y leyendas de Gor, de su geografía y economía,
de sus estructuras sociales y costumbres, como puede ser el sistema de castas y
los grupos de clanes, el derecho a colocar la Piedra del Hogar, el Lugar Sagrado, el derecho
militar, etcétera.
Y yo me iba familiarizando con todo esto.
De vez en cuando, Torm prorrumpía en un grito de espanto cuando yo cometía
algún error, y entonces se armaba de un gran rollo de papel —con las obras de
un autor con el que no simpatizaba— y me propinaba un golpe en la cabeza. Del
modo que fuera, estaba decidido a que su instrucción diese frutos.
Extrañamente la enseñanza religiosa se
reducía a la adoración de los Reyes Sacerdotes. Torm eludía mis otras preguntas
con la observación de que eso era cosa de los Iniciados. Evidentemente en este
mundo la religión es un tesoro guardado con celo por la Casta de los Iniciados, que
en pocas ocasiones permite la participación de miembros de otras castas en sus
sacrificios y ceremonias. Debía aprender de memoria algunas plegarias dirigidas
a los Reyes Sacerdotes, pero se conservaban en goreano antiguo, una lengua que
sólo hablaban los Iniciados, de modo que no me preocupé mucho por ello. Además
tenía la impresión de que existían ciertas tensiones entre la Casta de los Escribas y la
de los Iniciados.
Las reglas éticas de vida en Gor se hallan
conservadas, en su mayoría, en las costumbres de las castas, colecciones de
indicaciones, cuyos orígenes se perdían en el pasado. A mí me educaban
especialmente de acuerdo con el código de la casta guerrera.
—De todos modos, tú nunca llegarías a ser
un buen escriba —dijo Torm.
El código de los guerreros se caracterizaba
por una rudimentaria caballerosidad y enfatizaba la fidelidad hacia los
superiores y la Piedra
del Hogar. Las reglas eran duras, pero contenían cierta gallardía, un sentido
del honor, que yo podía respetar.
También recibí instrucciones acerca del
Doble Conocimiento, es decir, me enteré qué sabían los hombres en general y qué
llegaban a saber los intelectuales en particular. A veces existía una
diferencia sorprendente entre ambos. Por ejemplo, se hacía creer a los hombres
que se hallaban por debajo de las castas elevadas que el mundo es un disco
ancho y plano. Quizá se pretendía de esta manera evitar todo intento de indagación.
Por otra parte, las castas elevadas —Guerreros, Constructores, Escribas,
Iniciados y Médicos— conocían la verdad acerca de estos temas. Sin embargo,
comencé a interrogarme acerca de si el Segundo Conocimiento, el de los
intelectuales, acaso no estaba tan limitado como la enseñanza en el nivel
inferior, si no se proponía también frenar y poner trabas al ansia de saber
humano. Tenía la impresión de que existía un Tercer Conocimiento, que se
hallaba limitado a los Reyes Sacerdotes.
—La ciudad estado —comentó mi padre una
tarde— es la unidad política normal en Gor, ciudades rivales que controlan el
territorio adyacente, rodeadas por una tierra de nadie, compuesta de
territorios libres.
—¿Cómo se determina la conducción en estas
ciudades? —pregunté.
—Los gobernantes son elegidos entre los
miembros de cualquier casta elevada.
Fruncí el ceño. —¿Sólo de las castas
elevadas?
—El sistema de castas —respondió mi padre
pacientemente— es relativamente rígido, pero no está congelado y no depende
exclusivamente del nacimiento. Cuando, por ejemplo, un niño en la escuela
demuestra que está en condiciones de pertenecer a una casta más elevada, esto
le es concedido. Existe también el caso contrario; es decir, cuando un niño no
logra el nivel que se espera de él como miembro de su casta.
—Comprendo —dije, sin sentirme realmente
convencido.
—Las castas elevadas de cada ciudad
—prosiguió mi padre— eligen por un tiempo determinado un administrador y un
consejo. Si surge una crisis, se nombra un jefe militar, un Ubar, que ejerce la
totalidad del poder, hasta que a su entender la crisis ha pasado.
—¿A su entender? —pregunté con
escepticismo.
—Generalmente los Ubares renuncian a su
cargo después de la crisis. Esto es parte del código de los guerreros.
—Pero ¿qué es lo que ocurre cuando no
renuncian a su cargo? —Me había dado cuenta ya de que no siempre se podía
confiar en el cumplimiento de las reglas de las castas.
—Si un Ubar no quiere dimitir, por lo
general es abandonado por su gente. El líder militar se queda solo en su
palacio, a merced de las furiosas masas populares.
Asentí con la cabeza e imaginé un palacio
vacío, en el que un hombre solitario se encontrara sentado sobre un trono,
envuelto en las vestimentas propias de su cargo, esperando el asedio de las masas.
—Sin embargo —continuó mí padre—, a veces
un Ubar logra conquistar el corazón de sus hombres, quienes permanecen a su
lado. Entonces se convierte en tirano y gobierna hasta que es derribado por la
fuerza de una u otra manera.
Las facciones de mi padre se habían
endurecido. Parecía conocer un hombre semejante. —Hasta que es derribado por la
fuerza —repitió lentamente.
A la mañana siguiente, me aguardaban junto
a Torm nuevas e interminables lecciones.
Gor no era una esfera, sino un esferoide,
algo más pesado en el hemisferio sur. La inclinación de su eje era algo mayor
que la de la Tierra ,
pero no lo suficiente como para que el clima no presentara cambios de estación.
Gor contaba con dos zonas polares y una ecuatorial, entre las cuales se
extendían, al norte y al sur, zonas de clima moderado. Con sorpresa descubrí
que una gran parte de los mapas estaba en blanco, pero aun así me costó
bastante aprender de memoria todos los ríos, mares, llanuras y penínsulas
conocidos.
Desde un punto de vista económico la vida
goreana se basaba en el trabajo del campesino libre, quizá la casta más baja,
pero también la más sólida. El alimento básico era un grano amarillo, llamado
Sa-Tarna, hija de la vida. Resulta interesante señalar que a la carne se la
llamaba Sa-Tassna, lo que significa madre de la vida. Además, en el lenguaje
corriente, Sa-Tassna servía para designar el alimento en general. Esto parecía
sugerir que los goreanos alguna vez, en épocas anteriores, se habían alimentado
preferentemente de la caza.
Por cierto que me quedaba poco tiempo libre
para especulaciones, ya que debía cumplir con las exigencias de mi plan de
estudios. Parecía que existía el propósito de convertirme, en unas pocas
semanas, en un auténtico goreano. Pero esas semanas también me aportaron
satisfacciones, como siempre cuando estudiaba y sentía que me desarrollaba, aun
sin conocer todavía la meta final. En esas semanas entré en contacto con muchos
goreanos, por lo general miembros de la Casta de los Escribas y de los Guerreros.
Hasta ahora había visto pocas mujeres, pero
sabía que en el caso de que fueran libres, ascendían o descendían dentro del
sistema de castas según las mismas reglas que los hombres si bien esto parecía
diferir de una ciudad a otra. Tomada en conjunto, la gente me gustaba y estaba
seguro de que básicamente procedía de la Tierra. Sus antepasados debían de haber llegado a
Gor a través de los así llamados viajes de adquisición y luego, simplemente, se
los había dejado vivir en libertad, como a animales en una reserva natural.
En lo que respecta a estos antepasados
puede haberse tratado de caldeos o celtas, sirios o ingleses, que en el
transcurso de muchos siglos habían llegado aquí procedentes de las más diversas
civilizaciones. Los hijos y nietos naturalmente se habrían convertido en
goreanos, por lo cual desaparecía casi toda huella de su origen terrestre. Sin
embargo, de tiempo en tiempo me entusiasmaba el encontrar una palabra inglesa
en el idioma goreano, como por ejemplo “hacha” o “barco”.
—Torm —pregunté en cierta ocasión—, ¿por
qué el origen terrestre no es parte del Primer Conocimiento?
—¿Acaso eso no resulta evidente?
—No —dije.
—¡Ah! —respondió. Cerró lentamente los ojos
y permaneció un rato callado— Tienes razón. No es evidente.
—¿Y qué hacemos entonces? —pregunté.
—Continuemos con nuestros estudios.
El sistema de las castas, si bien
socialmente eficaz, despertaba en mí ciertos reparos personales. En mi opinión
era demasiado rígido, particularmente con respecto a la elección de los
gobernantes entre los miembros de las castas elevadas y al Doble Conocimiento.
Pero todavía mucho peor era la institución de la esclavitud. Para el goreano,
fuera del sistema de las castas, existían sólo tres formas de vida: esclavo,
proscrito y rey sacerdote. Un hombre que no quisiera ejercer su oficio o
pretendiera cambiar de status sin el consentimiento del Consejo de las Castas
Elevadas, se convertía automáticamente en un proscrito y era empalado.
La muchacha que había visto el primer día
en mi habitación había sido esclava, y el collar que rodeaba su cuello, que yo
tomé por un adorno, era su marca de esclavitud. Una segunda marca, ésta con
hierro candente, se hallaba oculta debajo de la ropa. Esta última la señalaba
como esclava, mientras que el collar identificaba a su dueño. No había vuelto a
ver a la joven y reflexionaba acerca de qué habría sido de ella. Pero no
pregunté nada al respecto. Fue parte de las primeras enseñanzas que me
impartieron en Gor: la preocupación por una esclava estaba fuera de lugar. Por
lo tanto me contuve. Aprendí incidentalmente de un Escriba que los esclavos no
pueden enseñar a los hombres libres, ya que esto podría originar una deuda, y
nadie podía deberle nada a un esclavo. Decidí defenderme con todas mis fuerzas
contra este sistema humillante. Hablé una vez con mi padre sobre el tema, y me
dijo que en Gor existían cosas aun mucho peores que la esclavitud.
Sin ninguna advertencia previa, la lanza de
bronce surcó los aires, dirigida hacia mi pecho. Salté hacia un lado y la punta
cortó mi túnica y me produjo una marca sangrienta en la piel. El metal se clavó
unos veinte centímetros en un pilar de madera que se hallaba detrás de mí. Si
no hubiera saltado, la lanza me habría atravesado.
—Es bastante rápido —dijo el hombre que
había arrojado la lanza—. Lo acepto.
Este fue mi primer encuentro con mi
instructor en el uso de las armas, quien también se llamaba Tarl. Lo llamaré
aquí Tarl el Viejo. Parecía un vikingo rubio; era un tipo barbudo, de rostro
alegre y arrugado y ojos azules y salvajes, que parecía contemplar el mundo
como si fuera de su propiedad. Era un hombre orgulloso sin arrogancia, un
hombre que sabía que manejaba bien sus armas y podía acabar con cualquier
contrincante.
Con el tiempo llegué a conocerlo bien, pues
la parte más importante de mi formación estaba dedicada ahora, con mucho, a las
armas, fundamentalmente a entrenarme en el manejo de la espada y la lanza. La
lanza me parecía particularmente liviana debido a la menor fuerza de
gravitación, y pronto llegué a manejarla con mucha habilidad. A corta distancia
podía atravesar un escudo y a una distancia de veinte metros podía hacer blanco
en un objeto del tamaño de un plato de sopa.
También tuve que aprender a arrojar la
lanza con la mano izquierda.
—¿Cómo te arreglarías si estuvieras herido
en el brazo derecho? —preguntó Tarl el Viejo, que advirtió mi resistencia— ¿Qué
harías entonces?
—¿Huir? —preguntó Torm que de vez en cuando
asistía a mis clases.
—¡No! —exclamó Tarl el Viejo—. Tienes que
seguir luchando y morir como un guerrero.
Torm tomó un rollo escrito, lo colocó bajo
el brazo y se sonó la nariz. —¿Y eso te parece razonable? —Preguntó.
Tarl el Viejo tomó su lanza y Torm,
apresurado, alzó su túnica azul y desapareció.
Desesperado, puse manos a la obra y advertí
sorprendido, después de algún tiempo, que había podido desarrollar cierta
destreza también con el brazo izquierdo. Había mejorado mis posibilidades de
supervivencia en un porcentaje indefinido.
También fue muy riguroso mi entrenamiento
con la corta y ancha espada goreana. En Oxford había pertenecido a un club de
esgrima y, por lo tanto, ya contaba con algunos conocimientos básicos; pero
ahora la cosa iba realmente en serio. También aprendí a manejar la espada con
ambas manos, a pesar de lo cual tuve que confesarme que era diestro y que nunca
dejaría de serio.
En el transcurso de mi aprendizaje con la
espada, Tarl el Viejo me hirió más de una vez con su arma. Cuando lo hacía,
solía decir provocando mi fastidio: —¡Estás muerto!— Hacia el final de la época
de entrenamiento logré abrirme paso a través de su defensa y provocarle una
herida punzante en el pecho. Retiré mi espada, cuya punta estaba manchada de
sangre. Tarl arrojó su arma al suelo con estrépito y me atrajo riendo hacia su
pecho sangriento.
—¡Estoy muerto! —bramó triunfante. Me
palmeó los hombros, orgulloso como un padre que ha enseñado ajedrez a su hijo y
ha sido vencido por primera vez.
También me enseñaron a manejar el escudo,
que principalmente debía servir para desviar la lanza y tornarla inofensiva.
Cuando mi época de formación tocaba a su fin, solía luchar con casco y escudo.
Hubiera deseado que mi equipo se viera completado por una armadura o quizás una
cota de mallas, pero me enteré que eso estaba prohibido por los Reyes
Sacerdotes. Tal vez el motivo de esto residía en el deseo de que la guerra
siguiera siendo un proceso de selección biológica, en el cual los débiles y los
lentos sucumben y no siguen multiplicándose Esta también puede ser la
explicación de las armas relativamente primitivas que les estaba permitido usar
a los hombres que habitaban a la sombra de las Montañas Sardar.
Aparte de la lanza y de la espada se
admitía el uso de la ballesta y del arco; pero apenas recibí instrucción al
respecto, ya que Tarl el Viejo no las apreciaba mucho. Las consideraba armas de
segunda categoría, poco dignas de ser utilizadas por un guerrero. Yo no
compartía su desprecio y trataba de adiestrarme en mis ratos libres.
Sospechaba que mi formación estaba llegando
a su fin —quizá porque mis períodos de reposo se iban haciendo más largos o
porque más de una vez se mencionaban cosas que yo ya conocía; quizá también por
la actitud de mis instructores. Sentía que estaba casi preparado, casi listo
pero no tenía la menor idea del para qué. En esos últimos días me producía un
placer especial el hecho de dominar sin esfuerzo la lengua goreana. Empecé a
soñar en goreano y a lograr entender a mis maestros cuando hablaban entre sí.
También pensaba en goreano y debía hacer un pequeño esfuerzo cada vez que
deseaba volver a pensar o hablar en inglés. En cierta oportunidad llegué a
blasfemar en goreano, lo que le hizo mucha gracia a Tarl el Viejo.
Un día, a la hora de mis lecciones, Tarl el
Viejo entró en mi habitación trayendo consigo una barra metálica de unos
sesenta centímetros de largo, que tenía un lazo de cuero en un extremo. En este
aparato se advertía una especie de conmutador. De su cinturón colgaba un
instrumento similar. —Esta no es un arma —dijo—. Tampoco está permitido
utilizarla corno tal.
—Pero entonces ¿qué es?
—Un aguijón de tarn —respondió. Se ajustó
el conmutador más pequeño y tocó la mesa con él. Innumerables chispas saltaron
despidiendo un color amarillento hacia todas direcciones, sin dejar ningún
rastro sobre la mesa. Tarl desconectó la barra y me la acercó. Cuando extendí
la mano para cogerla la conectó y me la puso en la mano. Infinitas estrellas
amarillas parecían explotar en mi mano. Grité asustado y me llevé la mano a la
boca. Había sentido algo similar a una fuerte descarga eléctrica. Revisé mi
mano; no presentaba ninguna herida.
—Cuídate de un aguijón de tarn —dijo Tarl
el Viejo—. No es juego de niños.
Recogí lentamente la barra, cuidando asirla
cerca del cabo y coloqué la correa de cuero alrededor de la muñeca.
Tarl el Viejo abandonó la habitación;
evidentemente yo debía seguirlo. Subirnos la escalera de caracol que ascendía
por la parte interior de la torre cilíndrica. Después de atravesar varias
docenas de pisos llegamos al techo plano del edificio. El viento azotaba la
superficie circular y me empujaba hacia el borde. No había ninguna barandilla.
Hice fuerza para no ser arrastrado por el viento mientras me interrogaba qué
habría de suceder ahora. Cerré los ojos. Tarl el Viejo sacó un silbato de tarn
de su túnica y se oyó un silbido penetrante.
Yo nunca había visto un tarn, con excepción
de las representaciones gráficas en mi habitación y en libros de texto acerca
de la cría, el cuidado y los utensilios propios para el manejo de estas aves.
No me habían preparado expresamente para enfrentar esa situación, como lo
habría de saber más tarde. Los goreanos creen que la capacidad de dominar un
tarn tiene que ser innata. No es posible aprenderlo. Es cosa de la sangre y de
la voluntad, del vínculo entre animal y ser humano, una relación entre dos
seres que debe darse de manera intuitiva y espontánea. Se supone que un tarn
sabe exactamente quién es un jinete y quién no lo es. Se dice que quien no lo
es muere en el primer encuentro que tiene con su ave de combate.
Por de pronto sentí sólo un poderoso soplo
de viento y escuche un ruido jadeante, ensordecedor, como si un gigante hiciera
restallar una toalla; luego, estremecido de horror, me acurruqué bajo una gran
sombra alada. Un tarn enorme, con garras semejantes a gigantescos ganchos de
acero, batiendo salvajemente sus alas en el aire, se mantuvo rígido por encima
de nosotros.
—¡Cuidado con las alas! —exclamó Tarl el
Viejo.
La advertencia fue obvia; apresuradamente
me hice a un lado. Un golpe de esas alas me habría arrojado al vacío.
El animal aterrizó sobre el techo del
cilindro y nos contempló con sus negros ojos relucientes.
A pesar de que el tarn, lo mismo que la
mayoría de las aves, es sorprendentemente liviano —lo que se debe, en primer
término, a sus huesos huecos— es un ave sumamente vigorosa. Mientras que las
grandes aves terrestres, como por ejemplo el águila, deben tomar carrera antes
de levantar el vuelo, el tarn, con su increíble musculatura, puede ascender con
su jinete solamente con un rápido estremecimiento de sus alas enormes. Para
ello, también se ve favorecido por la menor fuerza de gravitación de Gor. Los
goreanos suelen llamar a estas aves “hermanas del viento”.
El plumaje del tarn no es siempre el mismo,
y se los cría teniendo también en cuenta su colorido, y no solamente su fuerza
e inteligencia. Los tarns negros se utilizan para asaltos nocturnos; los
blancos, para campañas militares invernales. Por su parte, los guerreros que
desean impresionar y no tratan de pasar camuflados prefieren tarns de variados
colores relucientes. El tarn común tiene un plumaje marrón verdoso.
Prescindiendo del tamaño, el halcón es el ave terrestre que más se le parece,
solo que el tarn tiene una cresta que se asemeja a la del grajo.
Los tarns, malignos por naturaleza, no
están por lo general más que medianamente domesticados y, lo mismo que sus
diminutos hermanos terrestres, son carnívoros. En más de una ocasión un tarn a
llegado a atacar y devorar a su propio jinete o tarnsman. Sólo temen al aguijón
de tarn. Son entrenados por hombres pertenecientes a la Casta de los Tarns. Cada vez
que un ave joven se escapa o desobedece, es obligada a volver a su percha y se
la castiga con el aguijón. Más tarde, por supuesto, las aves son
desencadenadas, pero un aro en la pata ha de recordarles este castigo.
Generalmente el entrenamiento da resultados positivos, excepto cuando el animal
está sumamente agitado o ha estado mucho tiempo sin comer. El tarn se cuenta
entre las dos cabalgaduras preferidas del guerrero goreano; la segunda es el
tharlarión, una especie de lagarto, utilizado especialmente por los clanes que
no saben manejar los tarns. Por lo que yo sabía, nadie en la ciudad de los
cilindros poseía un tharlarión, a pesar de que, según decían, eran muy
frecuentes en Gor, especialmente en las llanuras, los pantanos y los desiertos.
Tarl el Viejo había subido a su tarn,
utilizando la escala de cinco escalones que cuelga del lado izquierdo de la
silla de montar y que es recogida durante el vuelo. Con un ancho cinturón color
púrpura se sujetó a la silla. Me arrojó un pequeño objeto, que casi se me cae
de la mano. Era un silbato que emitía un sonido que sólo haría reaccionar a un
tarn determinado: la cabalgadura que me estaba destinada. Después del episodio
con la brújula enloquecida en las montañas de New Hampshire nunca me había
sentido tan atemorizado, pero esta vez llegué a dominar mi temor. Si tenía que
morir, nada podía hacer para impedirlo.
Hice sonar el silbato y se oyó un sonido
agudo, que se diferenciaba netamente del silbido de Tarl.
Momentos después surgió un ser fantástico
de la nada, quizá procedente de un resalto que se encontraba más abajo, un
segundo tarn enorme, más grande que el primero, un ave negra reluciente, que
voló una vez alrededor del cilindro y luego vino en dirección hacia mí.
Aterrizó a pocos metros de distancia, y sus garras golpearon la piedra. Estaban
fortalecidas por bordes de acero: era un tarn de combate. El ave alzó al cielo
su pico encorvado y lanzó un chillido, al tiempo que sacudía sus alas. La
poderosa cabeza giró hacía mí, sus ojos redondos me observaban. Enseguida abrió
el pico, eché un rápido vistazo a su lengua delgada y cortante, tan larga como
un brazo, y el monstruo se arrojó sobre mí, tratando de golpearme con su
tremendo pico— entonces escuché los gritos aterrorizados de Tarl el Viejo: —¡El
aguijón! ¡El aguijón!