
Los días siguientes permanecí a su lado y
esperé que llegara la ocasión apropiada. Teñí de negro mi pelo y conseguí el
casco y uniforme de un Asesino. En el costado izquierdo del casco negro sujeté
la franja dorada de los mensajeros. Con ese disfraz me movía entre las carpas,
observaba el sitio y los movimientos de tropas. De vez en cuando, escalaba una
de las torres de sitio que estaba en construcción y contemplaba la ciudad de Ar
y las luchas que se libraban entre el primer foso y el muro de fortificación
exterior.
A intervalos regulares se oían silbidos de
alarma cuando las fuerzas de ataque de la ciudad efectuaban alguna salida.
Tales luchas se libraban casi diariamente y finalizaban con resultados
diversos. A pesar de ello, no cabía ninguna duda de que la gente de Pa-Kur se
encontraba en una posición más favorable. El refuerzo de soldados y de material
para Pa-Kur parecía inagotable; además tenía a su disposición una eficiente
caballería de tharlariones, un arma de la que carecían por completo los
defensores de la ciudad.
A menudo el cielo estaba poblado de
tarnsmanes provenientes de Ar o del campamento, que disparaban sobre los
soldados que marchaban en hileras apretadas, o que se batían a duelo a algunos
centenares de metros de altura. Pero con el pasar del tiempo el ejército de
tarnsmanes de la ciudad disminuyó, debió ceder cada vez más a la supremacía de
Pa-Kur. Al noveno día de sitio, Pa-Kur había conquistado el predominio aéreo;
también cesaron las salidas por tierra por parte de los soldados de la ciudad.
No les quedaba ya ninguna esperanza a los sitiados de poner fin al sitio por
medio de la lucha. Los moradores de Ar permanecían detrás de sus muros, se
escondían debajo de sus redes de tarn y esperaban los ataques, mientras los
Iniciados ofrecían sus sacrificios a los Reyes Sacerdotes.
El décimo día de sitio, pequeñas catapultas
fueron transportadas por tarns por encima de los fosos y comenzaron de
inmediato sus duelos de artillería con armas equivalentes que se encontraban
sobre los muros de Ar. Simultáneamente, los esclavos empujaban hacia adelante
la hilera de estacas afiladas. Después de un bombardeo de alrededor de cuatro
días, que probablemente no tuvo grandes consecuencias, se procedió al primer
ataque general.
Algunas horas antes del amanecer las enormes
torres sitiadoras se pusieron en movimiento. Estaban rodeadas por placas de
acero para resistir el efecto de flechas de fuego y alquitrán ardiente de los
defensores. A mediodía se encontraban al alcance de los proyectiles de los
arqueros. Al anochecer la primera torre avanzó hasta los muros a la luz de las
antorchas. En el curso de una hora, otras tres torres habían llegado a la meta.
Alrededor de ellas pululaban los guerreros. Encima de éstos, en el aire, los
tarnsmanes se enfrentaban en duelo mortal. En escalas de cuerda, los defensores
de la ciudad descendían unos cuarenta metros por los muros para alcanzar las
puntas de las torres. A través de pequeñas puertas, los habitantes de la ciudad
atacaban asimismo las torres desde abajo, pero eran rechazados por las hordas
de Pa-Kur. Desde la parte superior de los muros llovían piedras y otros
proyectiles sobre las torres. Dentro de éstas, esclavos sudorosos se inclinaban
bajo los látigos de sus supervisores y tiraban con violencia de las cadenas que
balanceaban de un lado a otro los poderosos arietes de acero.
Una de las torres sitiadoras fue socavada y
cayó hacia un lado, otra fue capturada e incendiada. Pero otras cinco rodaban
lentamente hacia los muros de la ciudad. Un grupo de tarnsmanes logró eliminar
a varios arqueros de la ciudad que provocaban numerosas bajas. El vigésimo día
reinaba gran alegría en el campamento de Pa-Kur, ya que en cierto lugar de la
ciudad se habían cortado los alambres de tarn y un destacamento de luchadores
de lanza había llegado hasta el depósito principal de agua de Ar y lo había
envenenado. Ahora la ciudad vivía esencialmente de una cisterna privada, y se
esperaba que el agua y los víveres escasearan pronto, y así los Iniciados, que
no habían procedido con mucha habilidad durante el sitio, se verían enfrentados
a una población hambrienta y desesperada.
Yo ignoraba qué había sido de Marlenus.
Suponía que había encontrado un acceso para entrar en la ciudad y que esperaba
el momento oportuno para actuar. Pero a la cuarta semana llegaron malas
noticias. Por lo visto Marlenus había sido descubierto y lo habían encerrado en
el cilindro de las Piedras del Hogar, en el edificio que una vez fuera su
palacio.
Parecía que Marlenus y sus guerreros
dominaban el piso superior y el techo del cilindro, pero no podía servirse de
las Piedras del Hogar que ahora estaban tan cerca. Él y sus hombres carecían de
tarns, y les habían cortado la retirada. Además las redes de tarn eran
particularmente espesas en las proximidades de la torre central y frustrarían
todo intento de salvarlo.
Pa-Kur, por supuesto, se sentía satisfecho
de saber a Marlenus en manos de sus contrarios. Yo me preguntaba durante cuánto
tiempo Marlenus soportaría esa situación. De todos modos, mi plan con respecto
a las Piedras del Hogar había fracasado y Marlenus, en quien había confiado,
estaba neutralizado o bien completamente descartado, utilizando el lenguaje del
juego.
Desesperados, Kazrak y yo discutíamos esa
situación. Nos parecía improbable que Ar resistiera el sitio, pero por lo
menos, debíamos intentar una cosa. Salvar a Talena. Se me ocurrió un nuevo
plan.
—Quizá podría levantarse el sitio —dije— si
Pa-Kur fuera atacado por sorpresa, o sea desde atrás, del lado desprotegido de
su ejército.
Kazrak sonrió: —Efectivamente. ¿Pero de
dónde sacamos un ejército?
Titubeé un instante y dije: —De Ko-ro-ba o
quizá de Thentis.
Kazrak me miró incrédulo: —¿Has perdido la
razón? —preguntó— Las Ciudades Libres se cuidarán de hacerlo. Desean la caída
de Ar.
—¿Y qué ocurrirá —pregunté— cuando Pa-Kur
reine sobre la ciudad?
Kazrak frunció el ceño.
—Pa-Kur no destruirá a Ar —dije— y hará lo
posible para que no se desbande su horda. Marlenus soñó con un imperio, la
ambición de Pa-Kur sólo puede llevar a una pesadilla de sometimiento.
—Tienes razón —dijo Kazrak.
—¿Por qué no se habrían de unir entonces
las Ciudades Libres de Gor para vencer a Pa-Kur? Marlenus ya no representa un
peligro; aun si llegara a sobrevivir, no dejaría de ser un proscrito.
—Pero las ciudades nunca se unirán.
—No lo han hecho hasta ahora —dije—, pero
espero que sean lo suficientemente razonables como para reconocer el momento
oportuno. Toma este anillo —proseguí, y le di el aro rojo de metal con el sello
de Cabot— Muéstraselo a los administradores de Ko-ro-ba, Thentis y otras
ciudades. Diles que deben levantar el sitio, y que este pedido procede de Tarl
Cabot, guerrero de Ko-ro-ba.
—Probablemente me empalarán —dijo Kazrak y
se levantó—. Pero iré a pesar de todo.
Apesadumbrado, vi cómo Kazrak se pasó por
encima del hombro el cinto de su espada y tomó el casco: —Adiós, hermano de
espada —dijo, se dio la vuelta y abandonó la carpa.
Pocos minutos después, yo también recogí
mis cosas, me puse el casco negro de los Asesinos y me dirigí hacia el
campamento de Pa-Kur. Estaba compuesto de algunas docenas de carpas de seda
negra, situadas sobre una pequeña elevación detrás del segundo foso.
Ya me había acercado centenares de veces a
ese grupo de carpas, pero ahora quería algo más. Mi corazón comenzó a palpitar;
al fin iba a actuar. Hubiera sido suicida penetrar a la fuerza en el
campamento, pero como Pa-Kur por el momento se encontraba en las afueras, cerca
de la ciudad, quizá podría hacerme pasar por su mensajero.
Sin titubear me presenté ante los guardias.
—Un mensaje de Pa-Kur —dije— para ser
entregado a Talena, su futura Ubara.
—Yo se lo llevaré —respondió uno de los
guardianes con desconfianza.
—El mensaje es para la futura Ubara —dije
enojado— ¿Le impides el acceso a un mensajero de Pa-Kur?
—No te conozco —gruñó.
—¡Dime tu nombre! —le exigí.
Siguió un silencio angustiante; luego el
guardián me dejó pasar. Atravesé el portón y miré a mi alrededor. De inmediato
llegué a un segundo portón y fui nuevamente interrogado; un esclavo de la torre
me acompañó a través de las carpas, seguido por dos guardias.
Nos detuvimos delante de una carpa
resplandeciente de seda amarilla y roja. Me di la vuelta: —Esperad aquí —dije—
Mi mensaje está destinado a la futura Ubara y sólo a ella. —El corazón me latía
violentamente. Me sorprendió que mi voz no delatara tal emoción.
Entré en la carpa. En el gran espacio
interior se encontraba una jaula. Era un cubo de unos tres metros. Las pesadas
barras de metal estaban cubiertas de plata y adornadas con piedras preciosas.
Una joven estaba sentada sobre un trono, llevaba los pesados ornamentos de una
Ubara.
Una voz interior me previno. No sé por qué
tenía la sensación de que algo extraño ocurría. Reprimí el impulso de llamarla
por su nombre, de correr hasta la jaula, de tocarla y abrazarla. Tenía que ser
Talena, mi amada, a quien pertenecía mi vida. Y sin embargo me acerqué
lentamente, casi sigilosamente. La figura, de algún modo, me resultaba extraña.
¿Acaso estaría herida o aletargada? ¿Acaso no me reconocía? Me coloqué delante
de la jaula y me quité el casco. No dio señales de reconocerme.
Mi voz sonaba apagada: —Soy un mensajero de
Pa-Kur —dije— Te manda decir que la ciudad caerá con brevedad y que entonces
reinarás a su lado sobre el trono de Ar.
—Pa-Kur es bondadoso —dijo la muchacha.
Me sentí aturdido, prácticamente aplastado
en el momento por la astucia de Pa-Kur. Podía estar agradecido por no haber
desoído los consejos de Kazrak. Sí, hubiera sido un error querer liberar a
Talena por la fuerza. La voz de esa joven no era la voz de mi querida Talena.
La muchacha que estaba en la jaula era una desconocida.