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Talena parecía colmada de una nueva vida,
como si estuviera sumamente contenta de haber dejado atrás los Jardines
Elevados. Ahora era una persona relativamente libre. El viento jugaba con sus
cabellos y ella lo aspiraba como si fuera vino Ka-la-na. Noté que en mi
compañía se sentía más libre de lo que jamás había sido antes. Su alegría era
sumamente contagiosa. Conversábamos y bromeábamos como si no fuéramos los más
terribles enemigos en todo Gor.
Traté de tomar el rumbo de Ko-ro-ba. Era
imposible regresar a Ar, ya que allí la muerte nos amenazaba a los dos.
Probablemente nos esperaba un destino similar en la mayoría de las ciudades
goreanas; las Ciudades Libres no eran precisamente célebres por su
hospitalidad. Debido al odio que la mayoría de los goreanos sentía por la
ciudad de Ar, era indispensable mantener en secreto la identidad de mi hermosa
acompañante.
Pero me sentía preocupado, ¿Qué sería de
Talena si tuviéramos la suerte increíble de llegar a Ko-ro-ba? ¿La empalarían
allí públicamente o la entregarían a los Iniciados de Ar? ¿Se propondrían acaso
encerrarla para el resto de su vida en un calabozo de un sótano de la ciudad?
Quizá se le concediera la gracia de vivir como esclava.
Si Talena se interesaba por tales
especulaciones, nada se advertía en ella. Me explicó su plan:
—Yo simularé ser la hija de un rico
mercader, a quien tú conquistaste. Los hombres de mi padre mataron a tu tarn, y
tú me llevas ahora a tu ciudad donde seré tu esclava.
De mala gana acepté esa fantasía, que tenía
cierta lógica. Talena y yo estábamos de acuerdo acerca de que el peligro de ser
reconocidos era relativamente pequeño. En general todos supondrían que el
hombre que había robado la
Piedra del Hogar y desaparecido con la hija del Ubar ya
habría regresado hacía tiempo a su desconocido punto de partida.
A la mañana comimos de nuestras raciones y
llenamos nuestras botellas de agua en un manantial escondido. Luego nos bañamos
y nos acostarnos para dormir. Talena se sintió irritada cuando la sujeté a unos
cuantos metros de distancia, colocando sus brazos alrededor del tronco de un
árbol joven y atándolos. No tenía ganas de que me apuñalara mientras dormía.
Por la tarde retomamos la marcha y
finalmente nos atrevimos a transitar por uno de los anchos caminos empedrados,
que nos alejaba de Ar: una ruta semejante a un muro, compuesta de sólidas
piedras yuxtapuestas, hecha para durar mil años. Había muy poco tránsito por
allí, quizá debido al caos reinante en la ciudad. En el caso de que hubiera
fugitivos, seguramente se encontraban todavía detrás de nosotros, y sólo unos
pocos mercaderes se aproximaban a la ciudad. Pues ¿quién deseaba poner en juego
sus mercancías en semejante situación caótica? Y cuando de tiempo en tiempo nos
encontrábamos con un viajero, nos acercábamos a él con precaución. Lo mismo que
en mi país de origen, Inglaterra, en Gor se transita por el lado izquierdo del
camino, lo que significa algo más que una costumbre, ya que, yendo del lado
izquierdo, el brazo que lleva la espada está vuelto hacia quien viene a nuestro
encuentro.
Nuestra preocupación parecía infundada, y
pronto pasamos varias piedras-pasang sin haber advertido nada amenazante, sin
haber visto a nadie, a excepción de algunos campesinos que llevaban unos juncos
sobre la espalda y dos Iniciados que apresuraron el paso. Sin embargo, en una
oportunidad, Talena me apartó del camino, y apenas pudimos ocultar nuestro
horror al ver pasar a un leproso a nuestro lado. Sufría de la incurable
enfermedad Dar-Kosis. Estaba envuelto en unos harapos amarillos y utilizaba una
matraca de madera para prevenir a los transeúntes.
Poco a poco el camino se volvió más
solitario y parecía que era, en general, menos transitado. El pasto crecía en
los resquicios entre las piedras y casi no se veían huellas de ruedas. Pasamos
varios cruces, pero yo mantuve la dirección hacia Ko-ro-ba. No sabía qué
haríamos cuando llegáramos a la zona de tierra devastada y a las orillas del
río Vosk.
—Nunca llegaremos a Ko-ro-ba —dijo Talena
desesperada.
Esa noche comimos las últimas raciones y
vaciamos una de las botellas de agua. Cuando quise encadenar a la joven, me
empujó hacia un costado.
—Tenemos que encontrar un arreglo más
adecuado —dijo, y tiró las esposas al suelo— Este es muy incómodo.
—¿Qué propones?
Miró a su alrededor y, de repente, sonrió:
—Aquí —dijo, cogió una cadena de esclavos de mi bolso, la hizo girar varias
veces alrededor de sus tobillos delgados y la cerró. Luego me dio la llave. A
continuación llevó la cadena hasta un árbol cercano, se inclinó y colocó el
extremo que se encontraba suelto alrededor del tronco—. ¡Dame las esposas!
—ordenó. Le traje lo que pedía y pasó los dos aros de las esposas por el trozo
de cadena que rodeaba el árbol, las cerró y me dio la llave.
—Ya ves, audaz tarnsman —dijo— ¡Yo te
enseñaré cómo se trata a una prisionera! Y ahora puedes dormir en paz, y te
prometo que esta noche no te degollaré.
Me reí y por un instante la tuve entre mis
brazos. De repente me di cuenta cómo latía mi corazón. Tampoco Talena parecía
indiferente a nuestro contacto. No deseaba soltarla nunca más, la quería sólo
para mí. Solamente haciendo un gran esfuerzo pude librarme del mágico poder de
sus ojos.
—Así que de este modo —dijo
despectivamente— trata un tarnsman a la hija de un rico mercader.
Me acosté en el pasto lejos de ella. Estuve
mucho tiempo sin poder dormirme.
Muy temprano por la mañana abandonamos
nuestro campamento. Nuestro desayuno consistió en un trago de agua y algunas
pequeñas bayas secas que encontrarnos en los arbustos. No habíamos caminando
mucho cuando Talena me tomó del brazo. Presté atención y escuché piafar a un
tharlarión. —Un guerrero —dije.
—¡Rápido! —ordenó Talena ¡El gorro!
Le cubrí la cabeza y la encadené
apresuradamente.
Ya se oía más de cerca el ruido de los
cascos del tharlarión.
Poco después apareció el jinete, un
magnífico guerrero barbudo provisto de un casco dorado y una lanza de
tharlarión. Detuvo su cabalgadura algunos metros delante de mí. Montaba un
tharlarión de la especie que se denomina también tharlarión grande, un animal
que avanza dando grandes saltos sobre sus patas traseras. Las delanteras,
pequeñas y ridículas, colgaban inútiles hacia abajo.
—¿Quién eres? —preguntó el hombre.
—Soy Tarl de Bristol —respondí.
—¿Bristol? —preguntó el guerrero
desorientado.
—¿Acaso nunca has oído hablar de ese lugar?
—pregunté incrédulo.
—No —admitió abiertamente—. Yo soy Kazrak
de Puerto Kar, y estoy al servicio de Mintar, de la Casta de los Mercaderes.
Yo había oído mencionar a Puerto Kar. Se
trataba de una ciudad en el delta del Vosk, de bastante mala fama.
El guerrero señaló a Talena con su lanza:
—¿Y ésa quién es? —preguntó.
—No es necesario que sepas ni su nombre ni
su procedencia.
El guerrero rió y se golpeó los muslos:
—Probablemente quieres convencerme de que procede de una casta elevada —dijo—
Seguramente no es más que la hija de un pastor de cabras.
—¿Qué hay de nuevo sobre Ar? —pregunté, sin
preocuparme del estremecimiento nervioso de Talena.
—Allí hay guerra —dijo el jinete con tono
satisfecho—. Mientras los habitantes de Ar luchan entre sí por los cilindros, a
orillas del Vosk se reúne un ejército compuesto por guerreros de cincuenta
ciudades para tomar Ar al asalto. Pocas veces se ha visto un campamento
semejante al que se encuentra allí abajo: una ciudad de carpas, y corrales para
los tharlariones del tamaño de un pasang; las alas de los tarns resuenan como
el trueno desde el cielo.
Se oyó la voz de Talena, algo ahogada
debajo del gorro: —Los buitres llegan y caen sobre los tarnsmanes heridos—. Se
trataba de un dicho goreano.
—Yo no le hablé a la muchacha —respondió el
guerrero— Probablemente hace poco que lleva sus cadenas.
—¿Cuál es tu destino? —pregunté.
—La ciudad de las carpas a orillas del Vosk
—me respondió.
—¿Qué hay de nuevo, acerca del Ubar
Marlenus? —preguntó Talena.
—Deberías pegarle —dijo el guerrero. Pero a
pesar de todo le contestó— Nada. Ha huido.
—¿Y qué se sabe de la Piedra del Hogar de Ar y de
la hija de Marlenus? —me di cuenta de que ésta era la pregunta que el guerrero
esperaba que le formulara.
—Si se hace caso de los rumores, la Piedra puede encontrarse en
cien ciudades diferentes. También se dice que ha sido destruida. Sólo los Reyes
Sacerdotes saben la verdad.
—¿Y la hija de Marlenus?
—Seguramente se encuentra en la alcoba del
tarnsman más audaz de Gor —dijo el guerrero y se rió—. Espero que tenga tanta
suerte con ella como con la
Piedra. Por lo que dicen, tiene el temperamento de un
tharlarión, y la cara le hace juego.
Talena se puso rígida: —He oído —dijo
altiva— que la hija del Ubar es la mujer más hermosa de todo Gor.
—Me gusta la muchacha —dijo el guerrero—.
¡Déjamela!
—No —respondí.
—¡Déjamela o mi tharlarión te hará pedazos!
—exclamó— ¿O prefieres que te traspase mi lanza?
—Tú conoces las reglas —dije
tranquilamente—. Si quieres a la muchacha, tienes que desafiarme y dejar que yo
elija las armas.
El rostro del guerrero se ensombreció.
Luego echó hacia atrás su hermosa cabeza, riéndose. Sus dientes relucían a
través de su espesa barba.
—¡De acuerdo! —bramó. Sujetó su lanza a la
silla y se deslizó hasta el suelo. —¡Te desafío!
—Espada —dije.
—De acuerdo —respondió.
Empujamos hacía un lado a una Talena
asustada, que ahora debía presenciar cómo dos guerreros resueltos luchaban por
ella. Kazrak de Puerto Kar era un excelente espadachín, pero al cabo de algunos
segundos ya sabíamos que lo superaba. Tenía el rostro pálido debajo del casco,
mientras trataba de parar mis violentos ataques. En una oportunidad, retrocedí
y bajé la punta de la espada hasta el suelo, señal de gracia simbólica en caso
de que quisiera interrumpir la lucha. Pero esto pareció enardecerlo aún más,
pues retomó el ataque con furia redoblada.
Por último, después de un encuentro
particularmente violento, logré clavar mi espada en su hombro, y, al caer el
brazo que sostenía el arma, se la arranqué de la mano.
Kazrak se hallaba de pie, orgulloso, en
medio del camino, esperando el golpe mortal.
Me di la vuelta y me coloqué junto a
Talena, que se encontraba abatida al borde del camino, aguardando el instante
en que el vencedor le quitara la capucha.
Cuando levanté el gorro y me vio a mí dejó
escapar un grito de alegría. Luego miró al guerrero herido. Se estremeció:
—¡Mátalo! —ordenó.
—No —dije.
El guerrero, que se agarraba su hombro
ensangrentado, sonrió amargamente: —Valió la pena luchar por ella —dijo, y
examinó a Talena.
La muchacha arrancó la daga de mí cinturón
y corrió hacia Kazrak. Apenas pude evitar que le traspasara el pecho con su
arma.
El no se había movido del lugar: —Deberías
azotarla —dijo impasiblemente.
Corté algunos centímetros de tela del borde
del vestido de Talena, lo que soportó llena de furia. Había terminado de vendar
la herida, cuando escuché ruidos metálicos; me vi rodeado de repente por
jinetes provistos de lanzas, que llevaban las mismas vestimentas que Kazrak.
Detrás de ellos se veía una larga fila de tharlariones anchos, la variedad de
cuatro patas de esta raza. Estos seres monstruosos tiraban de unos carros
imponentes, que estaban cargados hasta el tope, cubiertos por lonas rojas.
—Esta es la caravana de Mintar, de la Casta de los Mercaderes
—dijo Kazrak.